Page 114 - La muerte de Artemio Cruz
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tengo un hijo, yo lo hice: porque ahora recuerdo ese rostro: por dónde lo tómo, por
dónde para que no se escape, por dónde, por Dios, por dónde, por favor, por dónde.
TÚ clamarás desde lo hondo de tu memoria: tú bajarás la cabeza como si quisieras
acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras. Sentirás —y tu hijo deberá
sentir lo mismo— ese aliento feroz, humeante, ese sudor, esos nervios tensos, esa
mirada vidriosa del esfuerzo. Las voces se perderán bajo el estruendo de los cascos y él
gritará: —¡Nunca has podido con la yegua, papá!, —¿Quién te enseñó a montar?, ¿eh?,
—¡Te digo que no puedes con la yegua!, —¡Vamos a ver!—Debes contármelo todo,
Lorenzo, como hasta aora, igual... igual que hasta ahora... nada debe avergonzarte si se
lo cuentas a tu madre; no, no, nunca te turbes en mi presencia; soy tu mejor amigo,
quizá tu único amigo... Lo repetirá esa mañana, tendida sobre la cama, esa mañana de
primavera y se repetirá todas las conversaciones que había preparado desde la niñez de
su hijo, sustrayéndotelo, cuidando de él el día entero, negándose a aceptar una nana,
encerrando a la niña, desde los seis años, en el internado religioso, para que todo el
tiempo fuese para Lorenzo, para que Lorenzo se acostumbrara a esa vida cómoda, sin
opciones. La velocidad te arrancará lágrimas a los ojos: abrazarás con las piernas el
vientre del overo, te arrojarás violentamente sobre la crin, pero la yegua negra seguirá
sacándote tres cuerpos de ventaja. Te erguirás, cansado; disminuirás el galope. Te
parecerá más hermoso ver a la yegua y al joven jinete alejarse, con ese estrépito perdido
en el coro de guacamayas, en los balidos que descenderán de las laderas: deberás guiñar
para no perder de vista la yegua de Lorenzo, que ahora se desviará del sendero para
volver a trotar hacia la espesura, de regreso al curso del río. No: sin opciones difíciles,
sin necesidades alarmantes de escoger, se dirá Catalina, pensando en que tú, al
principio, la habías ayudado con tu indiferencia, sin quererlo, porque tú pertenecías a
otro mundo, ese mundo de trabajo y fuerza que ella conoció cuando tú tomaste las
tierras de don Gamaliel, dejando que el niño se incorporara, al principio, al otro mundo
de las recámaras a media luz: pendiente natural, clima de exclusiones e incorporaciones
casi insensibles, fabricado por ella entre murmullos sagrados, disimulaciones quedas. La
yegua de Lorenzo se desviará del sendero para volver a trotar hacia la espesura, de
regreso al curso del río. El brazo levantado del muchacho indicará de él el día entero,
negándose a aceptar una nana, encerrando a la niña, desde los seis años, en el internado
religioso, para que todo el tiempo fuese para Lorenzo, para que Lorenzo se
acostumbrara a esa vida cómoda, sin opciones. La velocidad te arrancará lágrimas a los
ojos: abrazarás con las piernas el vientre del overo, te arrojarás violentamente sobre la
crin, pero la yegua negra seguirá sacándote tres cuerpos de ventaja. Te erguirás,
cansado; disminuirás el galope. Te parecerá más hermoso ver a la yegua y al joven
jinete alejarse, con ese estrépito perdido en el coro de guacamayas, en los balidos que
descenderán de las laderas: deberás guiñar para no perder de vista la yegua de Lorenzo,
que ahora se desviará del sendero para volver a trotar hacia la espesura, de regreso al
curso del río. No: sin opciones difíciles, sin necesidades alarmantes de escoger, se dirá
Catalina, pensando en que tú, al principio, la habías ayudado con tu indiferencia, sin
quererlo, porque tú pertenecías a otro mundo, ese mundo de trabajo y fuerza que ella
conoció cuando tú tomaste las tierras de don Gamaliel, dejando que el niño se
incorporara, al principio, al otro mundo de las recámaras a media luz: pendiente natural,
clima de exclusiones e incorporaciones casi insensibles, fabricado por ella entre
murmullos sagrados, disimulaciones quedas. La yegua de Lorenzo se desviará del
sendero para volver a trotar hacia la espesura, de regreso al curso del río. El brazo
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