Page 115 - La muerte de Artemio Cruz
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levantado del muchacho indicará hacia el oriente, por donde salió el sol, hacia la laguna
                  separada del mar por la barra del río. Cerrarás los ojos al sentir, nuevamente, el ascenso
                  del  vapor  caluroso  hacia  tu  rostro,  el  descenso  de  la  sombra  fresca  sobre  tu  cabeza.
                  Dejarás que el caballo siga por su cuenta el camino y te mezca sobre la silla empapada.
                  Detrás de tus párpados cerrados, se esparcirá en hondas invisibles la forma del sol y la
                  forma de la sombra, se recortará el espectro azul de la figura joven  y fuerte. Habrás
                  despertado esa mañana, como todas, con la alegría esperada. —Siempre he dado la otra
                  mejilla, repetirá Catalina, con el niño cerca de ella, —siempre; siempre lo he soportado
                  todo; si no fuera por ti, y querrás esos ojos asombrados, interrogantes, que se dejarán
                  conducir: —Algún día te contaré... No te equivocarás al traer a Lorenzo a Cocuya desde
                  los doce años; lo repetirás: no. Sólo para él habrás comprado las tierras, reconstruido la
                  hacienda y lo habrás dejado en ella, niño-amo, responsable de las cosechas, abierto a la
                  vida de los caballos y la caza, del nado y la pesca. Lo verás desde lejos a caballo, y te
                  dirás que ya es la imagen de tu juventud, esbelto y fuerte, moreno, con los ojos verdes
                  hundidos en los altos pómulos. Aspirarás la podredumbre lodosa de la ribera. —Algún
                  día  te  contaré...  Tu  padre;  tu  padre,  Lorenzo...  Desmontarán  junto  a  las  hierbas
                  ondulantes de la laguna. Liberados, los caballos bajarán el hocico, lamerán el agua, se
                  lamerán el uno al otro con los belfos húmedos. Y en seguida correrán lentamente, con
                  un trote hipnótico, separando las hierbas ancladas, agitando las crines, levantando una
                  espuma deshecha, dejándose dorar por el sol y el reflejo del agua. Lorenzo colocará la
                  mano sobre tu hombro. —Tu padre; tu padre, Lorenzo... Lorenzo: ¿amas en verdad a
                  Dios nuestro Señor? ¿Crees en todo lo que te he enseñado? ¿Sabes que la Iglesia es el
                  cuerpo  de  Dios  en  la  tierra  y  los  sacerdotes  los  ministros  del  Señor...?  ¿Crees...?
                  Lorenzo colocará la mano sobre tu hombro. Se verán a los ojos, sonreirán. Tú tomarás
                  del  cuello  a  Lorenzo;  el  muchacho  fingirá  un  golpe  contra  tu  estómago;  tú  lo
                  despeinarás, riendo; se abrazarán en una lucha fingida pero fuerte, entregada, jadeante,
                  hasta caer rendidos sobre la hierba, riendo, sofocados, riendo... —Dios mío, ¿por qué te
                  pregunto esto? No tengo derecho, en realidad no tengo derecho... No sé, de hombres
                  santos...  de  verdaderos  mártires...  ¿Crees  que  se  puede  aprobar?...  No  sé  por  qué  te
                  pregunto... Regresarán los caballos, cansados como ustedes y ya caminarán, tomándolos
                  de las bridas, a lo largo del puente de arena que conduce al mar, al mar libre, Lorenzo,
                  Artemio, al mar abierto, hacia donde correrá Lorenzo, ágil, hacia las olas que le estallan
                  alrededor de la cintura, hacia el mar verde del trópico que le mojará los pantalones, el
                  mar vigilado por el vuelo bajo de las gaviotas, el mar que sólo asoma su lengua cansada
                  sobre  la  playa,  el  mar  que  tú,  impulsivamente,  tomarás  en  la  palma  de  tu  mano  y
                  llevarás  a  tus  labios:  el  mar  que  sabe  a  cerveza  amarga,  huele  a  melón,  guanábana,
                  guayaba, membrillo, fresa: los pescadores arrastrarán sus pesadas redes hacia la arena,
                  ustedes se acercarán, romperán con ellos las conchas de las ostras, comerán con ellos las
                  jaibas y los langostinos y Catalina, sola, tratará de cerrar los ojos y dormir, esperará el
                  regreso del muchacho al que no ve desde hace dos años, desde que cumplió quince y
                  Lorenzo, al romper el caparazón rosado de los langostinos y agradecer la rebanada de
                  limón que le pasan los pescadores, te preguntará si nunca piensas en lo que hay del otro
                  lado del mar, porque él cree que la tierra se parece toda, que sólo el mar es distinto. Tú
                  le dirás que hay islas. Lorenzo dirá que en el mar pasan tantas cosas, que es como si
                  tuviéramos que ser más grandes, más completos cuando vivimos en el mar. Y tú sólo
                  quisieras, al recostarte sobre la arena y escuchar la vihuela jarocha de los pescadores,
                  sólo quisieras explicarle que los años pasados, hace cuarenta, algo se rompió aquí, para
                  que algo comenzara o para que algo, aun más nuevo, no empezara jamás. Bajo el sol
                  brumoso de la aurora, en el sol duro y fundido del mediodía, sobre los senderos negros

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