Page 116 - La muerte de Artemio Cruz
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y junto a este mar, éste, quieto ahora, denso, verde, existía para ti un espectro, no real
                  aunque  verdadero,  que  pudo...  No  fue  eso  —la  verdad  misma  de  esas  posibilidades
                  perdidas— lo que te inquietó tanto, lo que te llevó de regreso a Cocuya con Lorenzo de
                  la mano, sino algo más difícil —lo dirás con tus ojos cerrados, con el sabor de marisco
                  en  la  boca,  con  el  son  veracruzano  en  tus  oídos,  perdido  en  la  enormidad  de  este
                  atardecer— de expresar, de pensar a solas; y aunque quisieras decírselo a tu hijo, no te
                  atreverás: él debe entender por sí mismo: tú lo escuchas entender, colocarse de cuclillas,
                  de  cara  al  mar  abierto,  con  los  diez  dedos  abiertos,  bajo  el  cielo  encapotado,
                  súbitamente oscuro: —Sale un barco dentro de diez días. Ya tomé el pasaje: el cielo y la
                  mano de Lorenzo que se extiende a recibir las primeras gotas de la lluvia, como si las
                  mendigara: —¿Tú no harías lo mismo, papá? Tú no te quedaste en tu casa. ¿Creer? No
                  sé. Tú me trajiste aquí, me enseñaste todas estas cosas. Es como si hubiera vuelto a vivir
                  tu vida, ¿me entiendes?—Sí. —Ahora hay ese frente. Creo que es el único frente que
                  queda. Voy a irme... Oh, ese dolor, ay esa punzada, ay, qué ganas tendrás de levantarte,
                  correr, olvidar el dolor caminando, trabajando, gritando, ordenando: y no te dejarán, te
                  tomarán de los brazos, te obligarán a quedarte quieto, te obligarán, físicamente, a seguir
                  recordando, y tú no querrás, quieres, ay, no quieres: sólo habrás soñado días tuyos: no
                  quieres saber de un día que es más tuyo que otro cualquiera, porque será el único que
                  alguien viva por ti, el único que podrás recordar en nombre de alguien; un día corto,
                  terror, un día de álamos blancos, Artemio, tu día también, tu vida también... ay...





                  (1939 — Febrero 3)



                      ÉL estaba sobre la azotea, con un rifle entre las manos, y recordaba cuando los dos
                  salían de cacería a la laguna. Pero éste era un fusil oxidado, que no servía para la caza.
                  Desde la azotea, se veía la fachada del obispado.
                      Sólo quedaba el frente, como una cáscara sin pisos ni techos. Detrás de la fachada,
                  las bombas lo habían derrumbado todo. Se podían ver unos muebles viejos, sepultados;
                  por la calle caminaban en fila un hombre con cuello de paloma y dos mujeres vestidas
                  de negro. Guiñaban los ojos y llevaban unos bultos entre las manos e iban con paso de
                  asombro junto a la fachada. Bastaba verlos para reconocer a los enemigos.
                      —¡Eh, a la otra acera!
                      Les gritó desde ese lugar en la azotea y el hombre levantó el rostro y el sol le cegó
                  los anteojos. Agitó el brazo para indicarles que cruzaran la calle y evitaran el peligro de
                  la fachada que parecía a punto de derrumbarse. Cruzaron la calle y a lo lejos sonaron las
                  salvas de la artillería de los fascistas —se escuchaban huecas cuando retumbaban en las
                  hondanadas  de  la  montaña  y  agudas  cuando  silbaban  en  el  aire—.  Después  se  sentó
                  sobre  un  saco  de  arena.  A  su  lado  estaba  Miguel.  No  se  apartaba  para  nada  de  la
                  ametralladora. Vieron desde la azotea las calles desiertas de la población. Había cráteres
                  en las calles, postes de telégrafos rotos y cables enmarañados —ese eco interminable de
                  las  salvas  y  el  pac-pac-pac  de  algunos  fusiles,  las  baldosas  secas  y  frías—  :  sólo  la
                  fachada del antiguo obispado quedaba en pie en esa calle.
                      —Sólo nos queda una cinta de cartuchos para la ametralladora le dijo a Miguel y
                  Miguel contestó: —Esperemos hasta el atardecer. Después...
                      Se recargaron contra el muro y encendieron cigarrillos. Miguel se abufandó hasta
                  esconder la barba rubia. Allá lejos, las montañas estaban nevadas; la nieve había bajado

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