Page 117 - La muerte de Artemio Cruz
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mucho, aunque el sol brillaba. En la mañana, la sierra se recortaba y parecía avanzar
                  hacia ellos. Después, al atardecer, se retiraría; ya no podrían verse los senderos y los
                  pinos de las laderas. Al final del día, sería sólo una masa lejana y morada.
                      Pero ese mediodía, Miguel miró al sol y guiñó los ojos y le dijo: —Si no fuera por
                  los  cañones  y  el  paqueo,  se  diría  que  estamos  en  paz.  Son  hermosos  estos  días  de
                  invierno. Mira hasta dónde ha bajado la nieve.
                      Él miró las arrugas blancas y hondas que corrían de los párpados de Miguel a la
                  mejilla barbada; esas arrugas eran como la nieve de su rostro. No las olvidaría, porque
                  en ellas había aprendido a ver la alegría, el valor, la rabia, la serenidad. A veces habían
                  ganado, antes de que volvieran a arrojarlos hacia atrás. A veces sólo habían perdido.
                  Pero antes de ganar o perder, ya estaba en las líneas de la cara de Miguel la actitud que
                  debían tener. Aprendió mucho en la cara de Miguel. Sólo le faltaba verlo llorar.
                      Apagó el cigarro sobre el piso y la punta se regó como un fuete de centellas y le
                  preguntó  a  Miguel  por  qué  estaban  perdiendo  y  él  señaló  hacia  las  montañas  de  la
                  frontera y dijo: —Porque nuestras ametralladoras no pasaron por ahí.
                      También Miguel apagó el cigarro y comenzó a canturrear:
                                   Los cuatro generales, los cuatro generales,
                                   los cuatro generales, mamita mía,
                                   que se han alzado...
                  y él le contestó, recargado también contra los sacos de arena:

                                   Para la Nochebuena, mamita mía,
                                   serán ahorcados, serán ahorcados...

                      Cantaron mucho, para matar el tiempo. Había muchas horas como ésta, en las que
                  vigilaban  y  no  pasaba  nada  y  entonces  cantaban.  No  anunciaban  que  iban  a  cantar.
                  Tampoco  sentían  vergüenza  de  cantar  en  voz  alta  enfrente  de  los  demás.  Igual  que
                  cuando reían sin motivo y jugaban a las peleas y también cantaban en la playa cerca de
                  Cocuya, con los pescadores. Sólo que ahora cantaban para darse ánimo, aunque la letra
                  pareciera  una  burla,  porque  los  cuatro  generales  no  fueron  ahorcados,  sino  que  los
                  tenían copados en este pueblo y frente a ellos estaba la frontera de la montaña. Ya no
                  tenían a dónde ir.
                      El sol empezó a esconderse temprano, como a las cuatro de la tarde, y él acarició su
                  viejo fusil naranjero, con su mango pintado de amarillo, y se puso la gorra. Se abufandó,
                  igual  que  Miguel.  Desde  hacía  días,  quería  proponerle  una  cosa.  Sus  botas  estaban
                  gastadas,  pero  todavía  aguantaban.  Miguel,  en  cambio,  andaba  con  unas  alpargatas
                  viejas, envueltas en trapos y amarradas con cordeles. Quería decirle que podían alternar
                  las botas: un día él y otro día yo. Pero no se atrevía. Las arrugas de la cara le decían que
                  no debía hacerlo. Ahora se soplaron las manos, porque ya sabían lo que es pasar una
                  noche  de  invierno  sobre  la  azotea.  Entonces,  del  fondo  de  la  calle,  como  si  hubiera
                  salido  de  uno  de  esos  cráteres,  apareció  corriendo  un  soldado  nuestro  republicano.
                  Agitaba los brazos y por fin cayó, boca abajo. Detrás de él, varios soldados republicanos
                  golpeaban  con  las  botas  las  aceras  bombardeadas.  Aquel  cañoneo,  que  parecía  tan
                  lejano, se acercó de un solo golpe y desde la calle uno de los soldados gritó:
                      —¡Armas, por favor, armas!
                      —¡No se detengan! —gritó el hombre que iba al frente de nuestros soldados—. ¡No
                  sean un blanco fácil!
                      Pasaron  corriendo  debajo  de  ellos  y  ellos  apuntaron  la  ametralladora  hacia  la
                  retaguardia de sus compañeros: creyeron que los venían persiguiendo.


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