Page 118 - La muerte de Artemio Cruz
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—Ya deben andar cercale dijo a Miguel.
—Apunta, mexicano, apunta bienle dijo Miguel y tomó entre las palmas de las
manos la última cinta de cartuchos que les quedaba.
Pero se les adelantó otra ametralladora. A dos o tres cuadras de distancia, otro nido
emboscado, pero éste de los fascistas, había esperado el momento de nuestra retirada y
ahora la metralla estaba salpicando la calle y matando a nuestros soldados. No a su jefe,
que cayó de boca y gritó:
—¡Arrojándose de barriga! ¡Nunca aprenderán!
Él cambió la posición de la ametralladora para tirar sobre ese nido emboscado y el
sol se perdió detrás de las montañas. El fuego de la ametralladora en sus manos le
cimbraba el cuerpo y Miguel murmuró: —No bastan los riñones. Los moros rubios
tienen mejor equipo.
Porque sobre sus cabezas zumbaron los motores.
—Ya llegaron los Caproni.
Combatían lado a lado, pero ya no se veían en la oscuridad. Miguel alargó el brazo
y le tocó el hombro. Por segunda vez este día, la aviación italiana bombardeaba la
población.
—Vamos, Lorenzo. Ya regresaron los Caproni.
—¿A dónde vamos? ¿Qué? ¿Dejamos la ametralladora?
—Ya no sirve. No tenemos bala.
La ametralladora enemiga también había callado. Debajo de ellos, por la calle, pasó
un grupo de mujeres. Las distinguieron porque iban cantando, a pesar de todo, con las
voces altas:
Con Líster y Campesino,
con Galán y con Modesto,
con el comandante Carlos,
no hay milicianos con miedo...
Eran voces extrañas, entre tanto ruido de bombas, pero más fuertes que las bombas
porque éstas caían de cuando en cuando y las voces cantaban todo el tiempo. —Y no es
que fueran voces muy marciales, papá, sino voces de mujeres enamoradas. Les estaban
cantando a los guerreros de la república como a sus enamorados y allá arriba, antes de
abandonar la ametralladora, Miguel y yo nos tocamos accidentalmente las manos y
pensamos lo mismo. Que nos cantaban a nosotros, a Miguel y a Lorenzo y que nos
amaban...
Entonces se derrumbó la fachada del obispado y ellos se arrojaron al piso, cubiertos
de polvo, y él pensó en Madrid, cuando llegó, en los cafés llenos de gente hasta las dos
y tres de la madrugada, cuando sólo hablaban de la guerra y sentían una gran euforia,
una gran seguridad de que ganarían y él pensó en que Madrid seguía resistiendo y en
que con las bombas las madrileñas se hacían tirabuzones... Se arrastraron hasta la
escalera. Miguel estaba inerme. Él iba arrastrando su fusil naranjero. Sabía que sólo
tenían un fusil por cada cinco combatientes. Decidió no soltar su fusil.
Bajaron por la escalera de caracol.
«Creo que un niño lloraba en un cuarto. No sé, porque pude confundir el llanto con
el de las alarmas aéreas.»
Pero lo imaginó allí, abandonado. Bajaron a tientas, en la oscuridad. Era tanta, que
al salir a la calle les pareció de día. Miguel dijo: «¡No pasarán!» y las mujeres le
contestaron: «¡No pasarán!» Les cegó la noche y debieron caminar un poco
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