Page 119 - La muerte de Artemio Cruz
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desorientados, porque una de las mujeres corrió hacia ellos  y les dijo:  —Por allí no.
                  Venid con nosotras.
                      Cuando se acostumbraron a la luz de la noche, estaban todos boca abajo sobre la
                  acera. El derrumbe los aisló de las ametralladoras enemigas: la calle estaba cortada; él
                  respiró el polvo suelto, pero también el sudor de las muchachas recostadas a su lado.
                  Trató  de  ver  sus  caras.  Sólo  vio  una  boina,  una  gorra  de  estambre,  hasta  que  la
                  muchacha  arrojada  a  su  lado  levantó  el  rostro  y  él  vio  su  pelo  suelto,  castaño,
                  blanqueado por la cal del derrumbe y ella le dijo:
                      —Soy Dolores.
                      —Lorenzo. Ése es Miguel.
                      —Yo soy Miguel.
                      —Perdimos al grupo.
                      —Éramos el 4.º Cuerpo.
                      —¿Cómo salimos de aquí?
                      —Es preciso dar un rodeo y cruzar el puente.
                      —¿Vosotros conocéis el lugar?
                      —Miguel lo conoce.
                      —Sí, yo lo conozco.
                      —¿De dónde eres?
                      —Soy mexicano.
                      —Ah, entonces no es difícil entenderse.
                      Los aviones se alejaron y todos se pusieron de pie. Nuri con la boina y María con la
                  gorra  de  estambre  dijeron  sus  nombres  y  ellos  repitieron  los  suyos.  Dolores  llevaba
                  pantalones y una chaqueta y las otras dos overoles y mochilas. Avanzaron en fila por la
                  calle desierta, muy cerca de los muros de las casas altas, debajo de los balcones oscuros
                  con  sus  ventanas  abiertas,  como  si  fuera  un  día  de  verano.  Oían  ese  paqueo
                  interminable,  pero  no  sabían  de  dónde  venía.  A  veces,  pisaban  los  cristales  rotos  o
                  Miguel, que iba al frente de la fila, decía que tuvieran cuidado con un cable. Un perro
                  les ladró en una bocacalle y Miguel le arrojó una piedra. En un balcón estaba sentado en
                  su  mecedora  un  viejo  con  la  bufanda  amarrada  alrededor  de  la  cabeza.  No  los  miró
                  cuando pasaron y ellos no entendieron qué hacía allí: si esperaba el regreso de alguien o
                  si aguardaba la salida del sol o qué. No los miró.
                      Él  respiró  hondo.  Dejaron  atrás  el  pueblo  y  llegaron  a  un  campo  de  álamos
                  desnudos.  Ese  otoño,  nadie  recogió  las  hojas  secas  que  crujieron  bajo  sus  pies,
                  ennegrecidas ya por la humedad. Miró los trapos empapados que envolvían los pies de
                  Miguel  y  quiso,  otra  vez,  ofrecerle  sus  botas,  pero  el  compañero  caminaba  con  tal
                  firmeza, lo sostenían dos piernas tan fuertes y esbeltas, que se dio cuenta de lo inútil que
                  sería  ofrecerle  lo  que  no  necesitaba.  A  lo  lejos,  les  esperaban  esas  laderas  oscuras.
                  Quizá, entonces, las necesitaría. Ahora no. Ahora estaba allí el puente y debajo de él
                  corría un río turbulento y hondo y todos se detuvieron a verlo.
                      —Pensé que estaría congelado él hizo un gesto de enfado.
                      —Los ríos de España nunca se hielan —murmuró Miguel—. Corren siempre.
                      —¿Por qué? —le preguntó Dolores a él.
                      —Porque así podríamos evitar el puente.
                      —¿Por qué? —dijo ahora María y las tres, con las preguntas en las miradas, eran
                  como unas niñas curiosas.
                      Miguel dijo: —Porque generalmente los puentes están minados.





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