Page 120 - La muerte de Artemio Cruz
P. 120
El pequeño grupo no se movió. El río rápido y blanco que pasaba a sus pies los
hipnotizó. No se movieron. Hasta que Miguel levantó el rostro y miró hacia la montaña
y dijo:
—Si cruzamos el puente, podemos llegar a la montaña y de allí a la frontera. Si no
lo cruzamos, nos fusilarán...
—¿Entonces? —dijo María con un sollozo reprimido y por primera vez los dos
hombres vieron su mirada vidriosa y cansada.
—¡Que ya perdimos! —gritó Miguel y apretó los puños vacíos y se movió así,
como si buscara en el suelo tapizado de hojas negras un fusil—. ¡Que no hay vuelta
atrás! ¡Que ya no tenemos ni aviación, ni artillería, ni nada!
Él no se movió. Se quedó mirando a Miguel hasta que Dolores, la mano caliente de
Dolores, los cinco dedos que acababa de retirar de la axila, tomaron los cinco dedos del
joven y él comprendió. Buscó sus ojos y él vio, también por primera vez, los de ella.
Pestañeó y los vio verdes, igual que el mar cerca de nuestra tierra. La vio despeinada y
sin pintura, con las mejillas enrojecidas por el frío y los labios llenos de resecos. Los
otros tres no se fijaron. Caminaron, ella y él, tomados de la mano y pisaron el puente. Él
dudó un momento. Ella no. Los diez dedos unidos les dieron calor, el único calor que él
había sentido en todos estos meses.
«...el único calor que sentía en todos estos meses de retirada lenta hacia Cataluña y
los Pirineos...»
Escucharon el ruido del río debajo de ellos y el crujido de las planchas de madera
del puente. Si Miguel y las muchachas gritaron desde la otra orilla, ellos no los
escucharon. El puente se alargaba, parecía atravesar un océano y no este río encabritado.
«Mi corazón latía deprisa. El latido debió sentirse en mi mano, porque ella la
levantó y la llevó a su pecho y allí sentí la fuerza de su corazón...»
Entonces ya caminaban lado a lado sin miedo y el puente se acortó.
Del otro lado del río, surgió lo que no habían visto. Un gran olmo sin hojas, grande,
hermoso, blanco. No lo cubría la nieve, sino un hielo brillante. Brillaba como una joya,
de tan blanco, en la noche. Él sintió el peso de su fusil sobre el hombro, el peso de sus
piernas, sus pies de plomo sobre la madera del puente: así de ligero, luminoso y blanco
le parecía ese olmo que los esperaba. Apretó los dedos de Dolores. El viento helado les
cegaba. Cerró los ojos. —
Cerré los ojos, papá, y los abrí, temiendo que el árbol ya no estuviera allí...
Entonces los pies sintieron la tierra, se detuvieron, no miraron hacia atrás, corrieron
los dos hacia el olmo, sin atender los gritos de Miguel y las dos muchachas, sin
escuchar la nueva carrera de los compañeros sobre el puente, corrieron y abrazaron el
tronco desnudo, blanco y cubierto de hielo, lo mecieron mientras esas perlas de frío
caían sobre sus cabezas, se tocaron las manos, abrazándolo y se separaron
violentamente de su árbol para abrazarse Dolores y él, para que él le acariciara la frente
y ella la nuca; ella se alejó para que él viera mejor los ojos verdes, húmedos, y la boca
entreabierta antes de hundir la cabeza en el pecho del muchacho y levantar el rostro y
darle sus labios, antes de que sus compañeros los rodearan, pero sin abrazar el árbol
como ellos lo habían hecho... —
«... Qué tibia, Lola, qué tibia eres y cómo te amo ya.»
Acamparon en las estribaciones de la sierra, debajo de la corona de nieve. Miguel y
el joven buscaron ramas e hicieron un fuego. Él se sentó junto a Lola y volvió a tomarle
la mano. María sacó de su mochila una vasija rota y la llenó de nieve y la derritió sobre
el fuego y también sacó un pedazo de queso de cabra. Después, riendo, Nuri sacó del
E-book descargado desde http://mxgo.net Visitanos y baja miles de e-books Gratis /Página 120

