Page 121 - La muerte de Artemio Cruz
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pecho unas bolsitas arrugadas de té Lipton y todos rieron con la cara de ese capitán de
yate inglés que adornaba las bolsas de té.
Nuri contó que antes de la caída de Barcelona habían llegado paquetes de tabaco, té
y leche condensada mandados por los americanos. Nuri era regordeta y alegre y trabajó
antes de la guerra en una fábrica de tejidos, pero María hablaba y recordaba los días en
que estudiaba en Madrid y vivía en la Residencia de Estudiantes y salía a las huelgas
contra Primo de Rivera y lloraba en los estrenos de Lorca.
«Yo te escribo, con el papel apoyado contra las rodillas, mientras las oigo hablar y
trato de decirles cuánto amo a España y sólo se me ocurre hablar de mi primera visita a
Toledo, una ciudad que yo imaginaba como la pintó El Greco, envuelta en una tormenta
de relámpagos y nubes verdosas, asentada sobre un Tajo ancho, una ciudad, ¿cómo te
diré?, que estuviera en guerra contra sí misma. Y encontré una ciudad bañada de sol,
una ciudad de sol y silencio y un alcázar bombardeado, porque el cuadro del Greco —
trato de decirles— es toda España y si el Tajo de Toledo es más angosto, el tajo de
España se abre de mar a mar. Esto he visto aquí, papá. Esto trato de decirles...»
Eso les dijo, antes de que Miguel empezara a contar cómo se unió a la brigada del
coronel Asencio y cuánto le costó aprender a pelear. Les dijo que todos los del ejército
popular eran muy valientes, pero que eso no bastaba para ganar. Había que saber pelear.
Y los soldados improvisados tardaban mucho en comprender que hay reglas para la
seguridad y que más vale seguir viviendo para seguir luchando. Además, una vez que
aprendían a defenderse, todavía les faltaba aprender cómo atacar. Y cuando ya sabían
todo eso, les faltaba aprender lo más difícil de todo, ganar la victoria más dura, que era
la victoria sobre sí mismos, sobre sus costumbres y comodidades. Habló mal de los
anarquistas, que según Miguel eran unos derrotistas y habló mal de los traficantes que le
prometían a la República armas que ya le habían vendido a Franco. Dijo que su gran
dolor, el que se llevaría a la tumba, era no entender por qué todos los trabajadores del
mundo no se habían levantado en armas para defendernos en España, porque si España
perdía era como si perdieran todos juntos. Dijo esto y partió un cigarrillo y le dio la
mitad al mexicano y los dos fumaron, él junto a Dolores y le pasó la colilla para que ella
también fumara.
Escucharon un bombardeo muy duro, a lo lejos. Desde el campamento, se veía un
fulgor amarillento, un abanico de polvo en la noche. —
Es Figuerasdijo Miguel. —Están bombardeando Figueras.
Miraron hacia Figueras. Lola estaba cerca de él. No les habló a todos. Sólo le habló
a él, en voz baja, mientras miraban ese polvo y ese ruido lejanos. Dijo que tenía
veintidós años, tres más que él, y él se aumentó la edad y dijo que había cumplido los
veinticuatro. Ella dijo que era de Albacete y que había ido a la guerra para seguir a su
novio. Los dos habían estudiado juntos —habían estudiado química— y ella lo siguió,
pero a él lo fusilaron los moros en Oviedo. Él le contó que venía de México y que allá
vivía en un lugar caliente, cerca del mar, lleno de frutas. Ella le pidió que le hablara de
las frutas tropicales y le dieron risa los nombres que nunca había escuchado y le dijo
que mamey parecía un nombre de veneno y guanábana nombre de pájaro. Él le dijo que
amaba los caballos y que cuando llegó estuvo en la caballería, pero ahora no había
caballos ni nada. Ella le dijo que nunca había montado; él trató de explicarle la alegría
que da montar, sobre todo en la playa al amanecer, cuando el aire sabe a yodo y el norte
se está aplacando pero todavía llueve ligero y la espuma que levantan los cascos se
mezcla con la llovizna y uno va con el pecho desnudo y los labios llenos de sal. Esto le
gustó. Dijo que quizás le quedaba todavía un recuerdo de sal en la boca a él y lo besó.
Los otros se habían dormido junto al fuego y el fuego se estaba apagando. Él se levantó
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