Page 122 - La muerte de Artemio Cruz
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para atizarlo, todavía con ese sabor de Lola en la boca. Vio que sí, que todos se habían
                  dormido, abrazados los tres para darse calor y regresó al lado de Lola. Ella le abrió la
                  chaqueta forrada de lana de borrego y él unió las manos sobre la espalda de la muchacha
                  y su blusa de dril y ella le cubrió la espalda con la chaqueta. Ella le dijo al oído que
                  debían de fijar un lugar para volverse a encontrar en caso de que se separaran. Él le dijo
                  que  se  encontrarían  en  un  café  que  él  conocía  cerca  de  Cibeles,  cuando  liberáramos
                  Madrid y ella le contestó que se verían en Mexico y él le dijo que sí, en la plaza del
                  puerto  de  Veracruz,  bajo  las  arcadas,  en  el  café  de  La  Parroquia.  Tomarían  café  y
                  comerían cangrejos.
                      Ella  sonrió  y  él  también  y  él  le  dijo  que  quería  despeinarla  y  besarla  y  ella  se
                  adelantó y le quitó la gorra y le revolvió el cabello mientras él metía las manos bajo la
                  blusa de dril, la acariciaba la espalda, buscaba los  senos  sueltos  y entonces  él  ya no
                  pensaba en nada y ella tampoco, seguramente, porque su voz no pronunciaba palabras
                  pero vaciaba todo lo que pensaba en ese murmullo continuo que era al mismo tiempo
                  gracias te quiero no me olvides ven...
                      Van arando la montaña y por primera vez Miguel camina con dificultad y no por el
                  ascenso, que es duro. El frío se le ha metido a los pies, un frío con dientes que todos
                  sienten en la cara. Dolores se apoya en el brazo de su amante y si él la ve de reojo va
                  preocupada, pero si la mira directamente sonríe. Él sólo pide —lo piden todos— que no
                  haya tormenta. Él es el único que lleva fusil y su fusil sólo tiene dos balas. Miguel les
                  ha dicho que no deben temer.
                      «Yo no temo. Del otro lado está la frontera y pasaremos esta noche en Francia, en
                  una  cama,  bajo  techo.  Cenaremos  bien.  Me  acuerdo  de  ti  y  pienso  que  no  sentirías
                  vergüenza, que harías lo mismo que yo. Tú también luchaste, y te daría gusto saber que
                  siempre hay uno que sigue la lucha. Sé que te daría gusto. Pero ahora esta lucha va a
                  terminar. En cuanto crucemos la frontera, se habrá acabado el miembro rezagado de las
                  brigadas internacionales y empezará otra cosa. Nunca olvidaré esta vida, papá, porque
                  en ella aprendí todo lo que sé. Es muy sencillo. Te lo contaré cuando regrese. Ahora no
                  se me ocurren las palabras.»
                      Tocó con un dedo la carta que llevaba en el parche de la camisa. No podía abrir la
                  boca en este frío. Respiraba jadeando. Echó entre los dientes cerrados un vaho blanco.
                  Iban tan despacio. La fila de refugiados era enorme; se perdía de vista. Iban delante de
                  ellos las carretas llenas de trigo y chorizos que llevaban a Francia los campesinos; iban
                  las  mujeres  cargando  el  colchón  y  la  manta,  y  otros  que  llevaban  cuadros  y  sillas,
                  aguamaniles  y  espejos.  Los  campesinos  decían  que  en  Francia  seguirían  sembrando.
                  Avanzaban  muy  lentamente.  Iban  niños  también,  algunos  de  pecho.  La  tierra  de  la
                  montaña  era  seca,  áspera,  abrojosa,  llena  de  matorrales.  Iban  arando  la  montaña.  Él
                  sintió el puño de Dolores escondido en su costado y también sintió que debía salvarla y
                  protegerla. La quería más que anoche. Y sabía que mañana la querría más que hoy. Ella
                  a él también. No había necesidad de decirlo. Se gustaban. Eso es. Nos gustamos. Ya
                  sabían reír juntos. Tenían cosas que contarse.
                      Dolores se separó de él y corrió hacia María. La miliciana se había detenido junto a
                  una roca, con una mano sobre la frente. Dijo que no era nada. Se sintió muy cansada.
                  Tuvieron  que  hacerse  a  un  lado  para  que  pasaran  los  rostros  colorados,  las  manos
                  heladas, las carreteras pesadas. María volvió a decir que se sintió un poco mareada. Lola
                  la tomó del brazo y siguieron el camino y fue entonces, sí, entonces cuando sintieron
                  cerca el ruido del motor y se detuvieron. No se distinguía el avión.
                      Todos lo buscaron, pero el cielo estaba lechoso. Miguel fue el primero en distinguir
                  las alas negras, la cruz gamada y el primero en gritarles a todos: —¡Abajo! ¡De boca!

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