Page 123 - La muerte de Artemio Cruz
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Todos de boca, entre las rocas, debajo de las carretas. Todos menos ese fusil que
todavía tenía dos balas. Y no tira, maldito naranjero, maldita escoba oxidada, no tira por
más que apriete el gatillo, de pie, hasta que el ruido pase sobre las cabezas, los llene de
esa sombra veloz y de una metralla que gotea sobre la tierra y truena sobre la piedra...
«—¡Abajo, Lorenzo, abajo, mexicano!»
Abajo, abajo, abajo, Lorenzo, y esas botas nuevas sobre la tierra seca, Lorenzo, y tu
fusil al suelo, mexicano, y una marea dentro de tu estómago, como si llevaras el océano
en las entrañas y ya tu rostro sobre la tierra con tus ojos verdes y abiertos y un sueño a
medias, entre el sol y la noche, mientras ella grita y tú sabes que al fin las botas le van a
servir al pobrecito de Miguel con su barba rubia y sus arrugas blancas y dentro de un
minuto Dolores se arrojará sobre ti, Lorenzo, y Miguel le dirá que es inútil, llorando por
primera vez, que deben seguir el camino, que la vida está del otro lado de las montañas,
la vida y la libertad, porque sí, ésas fueron las palabras que escribió: tomaron esa carta,
la sacaron de la camisa manchada, ella la apretó entre las manos, ¡qué calor!, si cae la
nieve lo sepultará, cuando lo besaste otra vez, Dolores, arrojada sobre su cuerpo y él
quiso llevarte al mar, a caballo, antes de tocar su sangre y dormirse contigo en sus
ojos... qué verde... no te olvides...
YO me diría la verdad, si no sintiera mis labios blancos, si no me doblara en dos,
incapaz de contenerme a mí mismo, si soportara el peso de las cobijas, si no volviera a
tenderme, retorcido, boca abajo, a vomitar esta flema, esta bilis: me diría que no bastaba
reiterar el tiempo y el lugar, la pura permanencia; la pura permanencia; me diría que
algo más, un deseo que nunca expresé, me obligó a conducirlo —ay, no sé, no me doy
cuenta—, sí, a obligarlo a encontrar los cabos del hilo que yo rompí, a reanudar mi vida,
a completar mi otro destino, la segunda parte que yo no pude cumplir, y ella sólo me
pregunta, sentada junto a mi cabecera:
—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te lo
llevaste?
—¿No envió a la muerte a su propio hijo mimado? ¿No lo separó de ti y de mí para
deformarlo? ¿No es cierto?
—Teresa, tu padre no te escucha...
—Se hace. Cierra los ojos y se hace.
—Cállate.
—Cállate.
Yo ya no sé. Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los
pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con
un siseo, las cortinas grises. Han entrado.
—Soy Gloria... soy Gloria...
El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un
hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido,
con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies, ¿eh,
cura, eh? también allá arriba, ¿eh?
—Quiero volver allá, a la tierra...
—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te lo
llevaste?
y no se da cuenta de que hay algo más doloroso que el cadáver abandonado, que el
hielo y el sol que lo sepultaron, que los ojos abiertos para siempre, devorados por las
aves: Catalina deja de frotar el algodón contra mis sienes y se aparta y no sé si llora:
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