Page 145 - COELHO PAULO - El Demonio Y La Srta Prym 4.RTF
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-¡Un momento! -gritó una voz de mujer.
                            Era la señorita Prym.
                   -¿Y el oro? ¿Han visto el oro?
                            Bajaron las escopetas, pero aún seguían
                   amartilladas: no, nadie lo había visto. Todos se
                   volvieron hacia el extranjero.
                            Este se acercó, lentamente, hasta situarse
                   delante de las armas. Puso su mochila en el suelo
                   y empezó a sacar, uno a uno, los lingotes de oro.
                   -Aquí lo tienen -dijo, y volvió al lugar que
                   ocupaba en uno de los extremos del semicírculo.
                            La señorita Prym fue hasta donde estaban los
                   lingotes y cogió uno.
                   -Es oro -dijo-. Pero quiero que se aseguren de
                   ello. Que vengan nueve mujeres y que cada una
                   examine los demás lingotes que están en el suelo.
                            El alcalde empezaba a estar inquieto, las
                   mujeres deberían situarse en la línea de fuego y
                   los nervios podían hacer que alguna arma se
                   disparase accidentalmente; pero nueve mujeres
                   -inclusive la suya- se acercaron a donde estaba la
                   señorita Prym e hicieron lo que les había pedido.
                   -Sí, es oro -afirmó la mujer del alcalde,
                   estudiando con cuidado lo que tenía entre manos y
                   comparándolo con las pocas joyas que poseía-.
                   Tiene un sello del gobierno, un número que debe
                   indicar la serie, la fecha en que fue fundido y el
                   peso. No nos ha engañado.
                   -Pues bien, no dejen de sujetar los lingotes
                   mientras escuchan lo que tengo que decirles.
                   -No es hora de discursos, señorita Prym -dijo
                   el alcalde-. Salga de ahí, para que podamos
                   terminar con este asunto.
                   -¡Cállate, idiota!
                            El grito de Chantal los asustó a todos.
                   parecía imposible que nadie, en Viscos, se atreviera
                   a decir lo que acababan de oír.
                   -¿Te has vuelto loca?
                   -¡Cállate! -gritó ella, con más fuerza, temblando de
                   la cabeza a los pies, con los ojos desorbitados por
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