Page 98 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Allí está —dijo el padre.




                         Lo vi. Debía de estar a unos doscientos metros de mí, arrodillado en
                  medio de la nieve. Estaba sin camisa, y  desde aquella distancia le vi la piel
                  amoratada por el frío.

                         Mantenía la cabeza baja y las manos en posición de rezo. No sé si in-
                  fluida por el ritual al que había asistido la noche anterior, o por la mujer que
                  recogía leña junto a la cabaña, sentí que miraba a alguien con una gigantesca
                  fuerza espiritual. Alguien que ya no pertenecía a este mundo, que vivía en co-
                  munión con Dios y con los espíritus iluminados de las Alturas. El brillo de la
                  nieve a su alrededor parecía reforzar todavía más esta impresión.

                         — En este monte existen otros como él —dijo el padre—. En constante
                  adoración, comulgando con la experiencia de Dios y de la Virgen. Escuchando
                  a ángeles, santos, profecías, palabras de sabiduría, y transmitiendo todo eso a
                  un pequeño grupo de fieles. Mientras sigan así, no habrá problema.
                         »Pero él no se va a quedar aquí. Irá a recorrer el mundo, y a predicar la
                  idea de la Gran Madre. La Iglesia no quiere eso ahora. Y el mundo tiene pie-
                  dras en la mano para tirárselas a los primeros que toquen el tema.
                         — Y tienen flores en las manos para tirárselas a los que vengan des-
                  pués.
                         — Sí. Pero no es ése su caso.

                         El padre echó a andar hacia donde estaba él.

                         — ¿Adónde va?
                         — A despertarlo del trance. A decirle que me gustó usted. Y que bendigo
                  esta unión. Quiero hacerlo aquí, en este sitio que para él es sagrado.
                         Empecé a sentir náuseas, como cuando uno tiene miedo pero no entien-
                  de la razón de ese miedo.
                         — Necesito pensar, padre. No sé si tiene razón.

                         — No tengo razón —respondió él—. Muchos padres se equivocan con
                  los hijos porque piensan que saben qué es lo mejor para ellos. Yo no soy su
                  padre, y sé que me equivoco. Pero tengo que cumplir mi destino.

                         Yo estaba cada vez más ansiosa.
                         — No vamos a interrumpirlo —dije—. Deje que termine su contempla-
                  ción.
                         — Él no tendría que estar aquí. Tendría que estar con usted.

                         — Quizá esté conversando con la Virgen.
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