Page 96 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Caminábamos ahora por un bosque. Las ramas más altas, secas y cu-
                  biertas de nieve, recibían los primeros rayos del sol. La neblina estaba termi-
                  nando de disiparse.
                         — Sé adónde quiere llegar, padre.

                         — Sí. El mundo vive un momento en el que mucha gente está recibiendo
                  la misma orden.

                         — Siga sus sueños, transforme su vida en un camino que conduzca has-
                  ta Dios. Realice sus milagros. Cure. Realice profecías. Escuche a su ángel de
                  la guarda. Transfórmese. Sea un guerrero, y sea feliz en el combate.

                         — Corra sus riesgos.
                         Ahora el sol lo inundaba todo. La nieve empezó a brillar, y la claridad ex-
                  cesiva me lastimaba los ojos. Pero —al mismo tiempo —parecía completar lo
                  que decía el padre.
                         — ¿Y esto qué tiene que ver con él?

                         — Le he contado el lado heroico de la historia. Pero usted no sabe nada
                  sobre el alma de esos héroes.

                         Hizo una larga pausa.
                         — El sufrimiento —prosiguió—. En los momentos de transformación,
                  aparecen los mártires. Antes de que las personas puedan dedicarse a sus sue-
                  ños, otros tienen que sacrificarse. Afrontan el ridículo, la persecución, el intento
                  de desacreditar sus trabajos.
                         — La Iglesia quemó a las brujas, padre.
                         — Sí. Y Roma echó a los cristianos a los leones. Los que murieron en la
                  hoguera o en la arena subieron rápidamente a la Gloria Eterna; fue mejor así.

                         »Pero hoy los guerreros de la Luz se enfrentan a algo peor que la muer-
                  te con honra de los mártires. Son consumidos poco a poco por la vergüenza y
                  la humillación. Eso ocurrió con santa Teresa, que sufrió el resto de su vida. Eso
                  ocurrió con María de Jesús. Eso ocurrió con los alegres niños de Fátima: Jacin-
                  ta y Francisco murieron a los pocos meses; Lucía se internó en un convento,
                  de donde no salió nunca más.

                         — Pero no ocurrió eso con Bernadette.
                         — Claro que sí. Tuvo que soportar la cárcel, la humillación, el descrédito.
                  Él debe de habérselo contado. Debe de haberle contado las palabras de la
                  Aparición.
                         — Algunas palabras —respondí.

                         — En las apariciones de Lourdes, las frases de Nuestra Señora no al-
                  canzan para llenar media página de un cuaderno; pero aun así la Virgen se
                  encargó de decirle a la pastora: «No te prometo felicidad en este mundo.» ¿Por
                  qué una de las pocas frases fue para prevenir y consolar a Bernadette? Porque
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