Page 97 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Ella sabía del dolor que le esperaba a partir de ese momento si aceptaba su
                  misión.
                         Yo miraba el sol, la nieve y los árboles sin hojas.

                         — Él es un revolucionario —siguió diciendo el padre, y el tono de su voz
                  era humilde—. Tiene poder, conversa con Nuestra Señora. Si consigue
                  concentrar bien su energía, puede estar en la vanguardia, ser uno de los
                  líderes de la transformación espiritual de la raza humana. El mundo vive un
                  momento muy importante.

                         »Si es ésa su elección, va a sufrir mucho. Sus revelaciones llegan antes
                  de tiempo. Conozco lo suficiente el alma humana para saber lo que le espera.
                         El padre se volvió hacia mí y me puso las manos en los hombros.

                         — Por favor —dijo—. Apártelo del sufrimiento y de la tragedia que le es-
                  peran. Él no lo resistirá.

                         — Entiendo su amor por él, padre.
                         El sacerdote meneó la cabeza.

                         — No, usted no entiende nada. Usted es todavía demasiado joven para
                  conocer las maldades del mundo. Usted, en este momento, también se ve co-
                  mo revolucionaria. Quiere cambiar el mundo con él, abrir caminos, hacer que la
                  historia de amor de ustedes se convierta en algo legendario, que sea contado
                  de generación en generación. Usted todavía cree que el amor puede vencer.
                         — ¿Y acaso no puede?

                         — Sí, puede. Pero vencerá cuando llegue su hora. Cuando hayan termi-
                  nado las batallas celestiales.

                         — Le amo. Y no necesito esperar las batallas celestiales para dejar que
                  mi amor venza.

                         Su mirada se volvió distante.

                         — A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos —
                  dijo, como si hablara consigo mismo—. En los álamos de la orilla teníamos col-
                  gadas nuestras cítaras.
                         — Qué triste respondí.

                         — Son las primeras líneas de un salmo. Habla del exilio de aquellos que
                  quieren volver a la tierra prometida y no pueden. Y ese exilio todavía va a durar
                  algún tiempo. ¿Qué puedo hacer para intentar impedir el sufrimiento de alguien
                  que quiere regresar al Paraíso antes de tiempo?

                         — Nada, padre. Absolutamente nada.
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