Page 45 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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La segunda botella de vino ya casi está por la mitad cuando decido
hablar.
— Esta mañana ya estaba convencida de que soy alcohólica. Bebo el
día entero. En estos tres días he bebido más que todo el año pasado.
Él me pasa la mano por la cabeza sin decir nada. Siento la caricia, y no
hago nada por apartarlo.
— Cuéntame un poco de tu vida —le pido.
— No tengo grandes misterios. Existe mi camino, y hago lo posible por
recorrerlo con dignidad.
— ¿Cuál es tu camino?
— El camino de quien busca el amor.
Se queda un momento jugueteando con la botella casi vacía.
— Y el amor es un camino complicado —concluye.
— Porque en ese camino las cosas nos llevan al cielo o nos tiran al in-
fierno —digo, sin tener la certeza de que se está refiriendo a mí.
Él no dice nada. Quizá esté todavía sumergido en el océano del silencio,
pero el vino me suelta de nuevo la lengua, y siento necesidad de hablar.
— Dices que algo aquí, en esta ciudad, cambió tu rumbo.
— Creo que me cambió. No estoy totalmente seguro, por eso quería
traerte aquí.
— ¿Es una prueba?
— No. Es una entrega. Para que ella me ayude a tomar la mejor deci-
sión.
— ¿Quién?
— La Virgen.
La Virgen. Tendría que haberme dado cuenta. Me quedo impresionada
de ver cómo tantos años de viajes, de descubrimientos, de nuevos horizontes,
no lo han liberado del catolicismo de la infancia. Al menos en eso, yo y nues-
tros amigos habíamos evolucionado mucho: ya no vivíamos con el peso de la
culpa y de los pecados.
— Es impresionante que, después de todo lo que has pasado, sigas
conservando la misma fe.
— No la he conservado. La perdí y la recuperé.
— Pero ¿en Vírgenes? ¿En cosas imposibles y fantasiosas? ¿No tuviste
una vida sexual activa?
— Normal. Me enamoré de muchas mujeres.

