Page 90 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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De repente, tal como había comenzado, el ritual concluyó. El padre se
                  volvió e impartió una bendición convencional, dibujando con la mano derecha
                  una enorme señal de la cruz.

                         — Dios esté siempre en esta casa —dijo.
                         Y volviéndose hacia mí, me pidió que continuáramos la caminata.

                         — Pero falta el café —dijo la mujer, al vernos salir.
                         — Si tomo café ahora, no duermo —dijo el padre.

                         La mujer se rió y murmuró algo como «todavía es por la mañana». No
                  pude oír bien porque ya estábamos en la carretera.

                         — Padre, la mujer ha hablado de un joven que había curado a su mari-
                  do. Fue él.
                         — Sí, fue él.

                         Empecé a sentirme mal. Me acordaba del día anterior, de Bilbao, de la
                  conferencia en Madrid, de las personas que hablaban de milagros, de la pre-
                  sencia que sentí cuando rezaba abrazada a los demás.

                         Y yo amaba a un hombre que era capaz de curar. Un hombre que podía
                  servir al prójimo, llevar alivio al sufrimiento, devolver la salud a los enfermos y
                  la esperanza a sus parientes. Una misión que no cabía en una casa con corti-
                  nas blancas y discos y libros preferidos.
                         — No se culpe, hija mía —dijo el padre.

                         — Me está leyendo los pensamientos.
                         — Sí, así es —respondió el padre—. También tengo un don, y trato de
                  merecerlo. La Virgen me enseñó a bucear en el torbellino de las emociones
                  humanas, para saber dirigirlas de la mejor manera posible.
                         — Usted también hace milagros.
                         — No soy capaz de curar. Pero tengo uno de los dones del Espíritu San-
                  to.

                         — Entonces puede leer en mi corazón, padre. Y sabe que amo, y que
                  este amor crece a cada instante. Juntos descubrimos el mundo, y juntos per-
                  manecemos en él. Él estuvo presente en todos los días de mi vida, haya queri-
                  do o no.
                         ¿Qué podía decirle a aquel sacerdote que caminaba a mi lado? Él jamás
                  entendería que había tenido otros hombres, que me había enamorado, y que si
                  me hubiese casado sería feliz. Cuando todavía era niña, había descubierto y
                  olvidado el amor en una plaza de Soria.
                         Pero, por lo visto, no había hecho un buen trabajo. Bastaron tres días
                  para que todo volviese.
                         — Tengo derecho a ser feliz, padre. Recuperé lo que estaba perdido, y
                  no quiero perderlo de nuevo. Voy a luchar por mi felicidad.
                         »Si renunciara a esta lucha, también renunciaría a mi vida espiritual.
                  Como dice usted, sería apartar a Dios, mi poder y mi fuerza de mujer. Voy a
                  luchar por él, padre.
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