Page 89 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Me acordé inmediatamente de la noche anterior. Cuando estábamos lle-
                  gando a la basílica, un hombre me había dicho algo así como «¡Usted está con
                  un hombre que hace milagros!».

                         — Andamos con prisa —dijo el padre.
                         — No, no es cierto —respondí, muriéndome de vergüenza al hablar en
                  francés, una lengua que no era la mía—. Tengo frío, y quiero tomar un café.

                         La mujer me agarró de la mano y entramos. La casa era cómoda, pero
                  sin lujos; paredes de piedra, suelo y techo de madera. Sentado delante del fue-
                  go encendido, había un hombre de unos sesenta años.
                         Al ver al padre, se levantó para besarle la mano.

                         — Quédese sentado —dijo el padre—. Aún tiene que recuperarse.
                         — Ya he engordado diez kilos —respondió el hombre—. Pero todavía no
                  puedo ayudar a mi mujer.
                         — No se preocupe. Pronto estará mejor que antes.

                         — ¿Dónde está el muchacho? —preguntó el hombre.

                         — Yo lo vi pasar hacia donde va siempre —dijo la mujer—. Sólo que hoy
                  iba en coche.

                         El padre me miró sin decir nada.
                         — Bendíganos, padre —dijo la mujer—. El poder de él…

                         —… de la Virgen —corrigió el padre.
                         —… de la Virgen Madre, también es del señor. Fue el señor quien lo tra-
                  jo aquí.
                         Esta vez el padre evitó mirarme.

                         — Rece por mi marido —insistió la mujer.
                         El padre respiró hondo.

                         — Póngase de pie delante de mí —dijo al hombre. El viejo obedeció. El
                  padre cerró los ojos y rezó un avemaría.  Después, invocó al Espíritu Santo,
                  pidiendo que estuviese presente y ayudase a aquel hombre.

                         De un momento para otro, empezó a hablar rápido. Parecía una oración
                  de exorcismo, aunque yo ya no pudiese seguir lo que decía. Sus manos toca-
                  ban los hombros del viejo, y se deslizaban por los brazos, hasta los dedos. El
                  padre repitió todo eso varias veces.
                         El fuego empezó a crepitar con más fuerza en el hogar. Podía ser una
                  coincidencia, pero quizá el padre estaba entrando en terrenos que yo no cono-
                  cía, y que interferían en los elementos.
                         Yo y la mujer nos asustábamos cada vez que estallaba un leño. El padre
                  no se daba cuenta; estaba entregado a su tarea: era un instrumento de la Vir-
                  gen, como había dicho antes. Hablaba en aquella lengua extraña. Las palabras
                  salían con una velocidad sorprendente. Las manos ya no se le movían, estaban
                  colocadas sobre los hombros del hombre que tenía delante.
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