Page 91 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
P. 91

Yo sabía qué era lo que hacía allí aquel hombre bajo y gordo. Había ve-
                  nido a convencerme de que lo dejase, porque él tenía una misión más impor-
                  tante que cumplir.

                         No, no iba a creer aquella historia de que al padre que caminaba a mi
                  lado le gustaría que nos casásemos para vivir en una casa igual a aquella de
                  Saint-Savin. El padre decía eso para engañarme, para que bajase las defensas
                  y entonces —con una sonrisa— convencerme de lo contrario.
                         El sacerdote leyó mis pensamientos sin decir nada. Quizá me estuviese
                  engañando y no podía adivinar lo que pensaban los demás. La neblina se disi-
                  paba rápidamente, y ahora veía el camino, la ladera de la montaña, el campo y
                  los árboles cubiertos de nieve. También mis emociones se iban aclarando.
                         Si fuera verdad, y el padre pudiera leer mis pensamientos, que leyese y
                  lo supiese todo. Que supiese que el día anterior él había querido hacer el amor
                  conmigo, y yo me había negado, y estaba arrepentida.
                         El día anterior pensaba que si él tuviese que partir, yo siempre podría
                  recordar al viejo amigo de la infancia. Pero eso era una tontería. Aunque no me
                  había penetrado su sexo, me había penetrado algo más profundo, algo que me
                  había llegado al corazón.

                         — Padre, le amo —repetí.
                         — Yo también. El amor siempre hace tonterías. En mi caso, me obliga a
                  intentar apartarlo de su destino.
                         — No será fácil apartarme, padre. Ayer, durante las oraciones frente a la
                  gruta, descubrí que también puedo despertar esos dones de los que usted
                  habla. Y voy a usarlos para mantenerlo a mi lado.
                         — Ojalá —dijo el padre, con una leve  sonrisa en el rostro—. Ojalá lo
                  consiga.
                         El padre se detuvo, y sacó un rosario del bolso. Después, sosteniéndolo,
                  me miró a los ojos.

                         — Jesús dice que no se debe jurar, y yo no estoy jurando. Pero le digo,
                  ante la presencia de lo que me es más sagrado, que no desearía que él siguie-
                  se la vida religiosa convencional. No me gustaría que fuese ordenado sacerdo-
                  te.
                         »Puede servir a Dios de otras maneras. A su lado.

                         Me costaba creer que estuviese diciendo la verdad. Pero así era.



                         — Está allí —dijo el padre.

                         Yo di media vuelta. Vi un coche detenido un poco más adelante. El mis-
                  mo coche en el que habíamos viajado desde España.

                         — Siempre viene a pie —respondió,  sonriendo—. Esta vez nos quiso
                  hacer creer que venía de lejos.
   86   87   88   89   90   91   92   93   94   95   96