Page 92 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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La nieve me empapaba las zapatillas. Pero el padre llevaba sandalias
                  abiertas, con calcetines de lana, y decidí no protestar.
                         Si él podía, yo también podía. Empezamos a subir hacia los picos.

                         — ¿Cuánto tiempo vamos a andar?

                         — Media hora, como máximo.
                         — ¿Adónde estamos yendo?
                         — Al encuentro de él. Y de otros.

                         Vi que no quería continuar la conversación. Quizá necesitase todas las
                  energías para subir. Caminamos en silencio; la neblina ya casi se había disuel-
                  to del todo, y empezaba a aparecer el disco amarillo del sol.

                         Por primera vez podía tener una visión completa del valle; un río que co-
                  rría allá abajo, algunos pueblos dispersos, y Saint-Savin, enclavada en la lade-
                  ra de aquella montaña. Reconocí la torre de la iglesia, un cementerio que nun-
                  ca había visto antes y las casas medievales con vista al río.
                         Un poco más abajo de donde estábamos, en un sitio por donde ya
                  habíamos pasado, un pastor conducía ahora su rebaño de ovejas.

                         — Estoy cansado —dijo el padre—. Paremos un poco.
                         Limpiamos la nieve que cubría una piedra y nos recostamos. El padre
                  sudaba, y debía de tener los pies congelados.
                         — Que Santiago conserve mis energías, porque todavía quiero recorrer
                  una vez más su camino —dijo el padre, volviéndose hacia mí.

                         No entendí el comentario, y resolví cambiar de tema.
                         — Hay marcas de pasos en la nieve dije.
                         — Algunas son de cazadores. Otras son de hombres y mujeres que
                  quieren revivir una tradición.

                         — ¿Qué tradición?
                         — La misma de san Savin. Retirarse del mundo, venir a estas montañas,
                  contemplar la gloria de Dios.
                         — Padre, necesito entender algo. Hasta ayer, yo estaba con un hombre
                  que dudaba entre la vida religiosa y el matrimonio. Hoy he descubierto que ese
                  hombre hace milagros.
                         — Todos hacemos milagros —dijo el padre—. Jesús dice: si tuviéramos
                  una fe del tamaño de un grano de mostaza, diríamos a esta montaña: «¡Muéve-
                  te!» Y la montaña se movería.
                         — No quiero clases de religión, padre. Amo a un hombre y quiero saber
                  más de él, entenderlo, ayudarlo. No me importa lo que todos puedan hacer o
                  no hacer.
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