Page 100 - La Cabeza de la Hidra
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pero derrotado de antemano por el temblor de su voz al referirse a sí mismo en la tercera
persona.
La inseguridad no escapó a la atención del Director General.
—Si usted quiere. Había que salvar algo del naufragio, ¿cómo? Comentamos con el
Primer Mandatario que Félix Maldonado era un judío converso y los conversos sienten
gran necesidad de demostrar su celo para ser admitidos sin reservas en el seno de la
nueva familia. Invoqué el caso en reversa. Recordé cómo se comportó el judío español
Torquemada cuando se convirtió al catolicismo.
—¿Qué ganaba con todo ese rollo?
—¿Me lo pregunta en serio?
—Sí, porque no creo que el Presidente se haya tragado esas paparruchas.
—No se trataba de eso. Por culpa de Maldonado, fracasó el Plan A.
—Que era asesinar al Presidente.
—Passons. Aplicamos de inmediato el Plan B, que consistía en sembrar una simple
sospecha en el ánimo del Presidente: ¿había pagado Israel a un agente para que
eliminara físicamente al Presidente de México?
—¿Para qué? Generalmente, les basta con un boycott del turismo judío norteamericano,
cuando quieren apretarnos las tuercas.
—Usted es libre de imaginar todos los guiones probables.
—Pero en todos ellos, Félix Maldonado aparecía como el chivo expiatorio ideal.
—Le repito: sólo el nombre, no el hombre. Pero en fin. Usted lo sabe tan bien como yo.
No existen en México contrapesos al poder presidencial absoluto. Se requiere una gran
ecuanimidad para ejercerlo sin excesos lamentables. Pero por lo general, ¿cómo se
entera el pobre hombre de lo que realmente sucede? Vive aislado, sin más información
que la que le dan sus allegados. Los presidentes que salen a oír a la gente son muy raros.
La regla es que, poco a poco, la corte aisla al Presidente y también paulatinamente,
¿cómo?, el Presidente se acostumbra a oír sólo lo que desea escuchar y los demás a de-
círselo. De allí al reino del capricho, sólo hay un paso.
El Director General suspiró, como si se dispusiera a dictarle una lección a un niño
demasiado obtuso.
—La primera regla de una política tan barroca como la mexicana es la siguiente: ¿para
qué hacer las cosas fáciles si se pueden hacer complicadas? De allí la segunda regla:
¿para qué hacer las cosas bien si se pueden hacer mal? Y la tercera, que es el corolario
perfecto: ¿para qué ganar si podemos perder?
Se quitó cuidadosamente los pince-nez y con ellos el parecido a Victoriano Huerta, pero
al contrario de lo que sucedía con Bernstein, su mirada sin espejuelos no desfallecía;
ganaba, acaso, en intensidad rasgada, verdosa.
—Los norteamericanos siguen el consejo de Thoreau, simplificad, simplificad, y su
corolario es que nada tiene más éxito que el éxito mismo. Su política es transparente en
el bien y en el mal; en eso se parecen un ángel bobo como Eisenhower y un demonio
perverso como Dulles. Pero el que se mete a Maquiavelo termina ahogado en
Watergate, ¿cómo? En cambio, no hay político mexicano dispuesto a creer que las cosas
simples lo sean; sospecha gato encerrado. Existe un explicable complejo defensivo
nacional; México, para seguir con las asociaciones felinas, es un gato demasiadas veces
escaldado. Hay que sospechar de todo y de todos y eso lo complica todo y nos complica
a todos, hélas!
—¿El Presidente ordenó que me encarcelaran, me aplicaran la ley fuga y me enterraran?
—No fue necesario. Bastó con que un Secretario de Estado allí presente pidiera que se
investigara a Félix Maldonado para que el Subsecretario corriera a la red privada a orde-
narle al director de la policía secreta que lo detuviera y nosotros, gustosamente,

