Page 103 - La Cabeza de la Hidra
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corredizas de metal pintado de negro separaban al invisible chofer de los pasajeros.
                  Félix sonrió para sus adentros imaginando la conversación que serían capaces de
                  sostener, en este lugar y estas circunstancias, su anfitrión y él. Pero el Director General
                  estaba demasiado ocupado poniéndose en los  ojos las gotas que le aliviaban del
                  fogonazo. Luego guardó el frasco en el mismo botiquín frente a los asientos de donde lo
                  sacó y descansó la cabeza, con los ojos cerrados, sobre los cojines del respaldo.
                  Habló como si no hubiese sucedido nada durante la hora anterior, con un tono de
                  cortesía extrema. Diríase que ambos se dirigían a un banquete o regresaban juntos de un
                  entierro. Con tonos de afabilidad modulada, el Director General recordó su vida de
                  estudiante en La Sorbonne. Allí formó lazos de amistad imperecederos, dijo, con la élite
                  del mundo árabe. Le abrieron las puertas de una sensibilidad junto a la cual la del
                  Occidente le pareció roma y pobre; añadió que, sin los árabes, el mundo occidental
                  carecería de su propia cultura, pues las herencias griegas y latinas fueron destruidas o
                  ignoradas por los bárbaros, conservadas por Islam y diseminadas desde Toledo a la
                  Europa medieval. Los hijos de los palestinos ricos estudiaban en Francia; le hicieron
                  comprender que su diáspora, por actual y tangible, era peor que la de los judíos, iniciada
                  dos mil años antes. Los palestinos eran las víctimas contemporáneas del colonialismo en
                  las Tierras de Dios y vivían ahora mismo el destino que los judíos sólo evocaban y que
                  jamás hubiese pasado del estado de una vaga nostalgia sionista si Hitler no los
                  convierte, de nuevo, en mártires. Pero mientras los judíos sólo eran ricos banqueros,
                  prósperos comerciantes y laureados intelectuales en la Alemania pre-nazi, los palestinos
                  ya eran víctimas, prófugos, exiliados de la tierra que ellos y sólo ellos habitaban
                  realmente.
                  —El Medio Oriente es una geografía apasionada —murmuró—, y basta entrar a ella
                  para compartir sus pasiones, incluyendo la violencia. Pero la violencia del Occidente
                  moderno se diferencia de todas las demás porque no es espontánea, sino rigurosamente
                  programada. El colonialismo occidental la introdujo en el Medio Oriente; el proyecto
                  sionista es su prolongación. La violencia palestina es otra cosa: una pasión. Y la pasión
                  se consume en el instante, no es un proyecto sino una vivencia inmediata, inseparable de
                  la religión con todo lo que ello implica. En cambio, el sionismo es un programa que por
                  fuerza se separa de la religión a fin de ser compatible con el proyecto laico de Occidente
                  cuya violencia comparte. Considere usted, amigo Velázquez. Palestina ya estaba
                  habitada. Pero para los judíos de Europa, todo lo que no era Europa, era, como lo fue
                  para el colonialismo europeo, ocupable. Es decir, colonizable ¿sí? Los judíos obligaron
                  al mundo árabe a pagar el precio de los hornos nazis; el resultado fue fatal: los
                  palestinos se convirtieron en los judíos del Medio Oriente, los perseguidos de la Tierra
                  Santa. Pero Israel carga la penitencia en la culpa. Poco a poco, los israelitas se
                  orientalizan y, como los árabes, se empeñan en una lucha que ya no será laica sino
                  también religiosa, pasional e instantánea. La orientalización de Israel hace inevitable
                  una nueva guerra, quizás muchas guerras sucesivas, pues la política oriental sólo
                  concibe la negociación como resultado y jamás como impedimento de la guerra.
                  Félix no quiso decir decir nada. Llegaba vacío al final de una aventura en la que no
                  sabía si actuó de acuerdo con una voluntad, propia o ajena, o si sólo fue objeto ciego de
                  movimientos azarosos que no dependían de la voluntad de nadie.
                  El Director General le palmeó la rodilla:
                  —Bernstein debe haberle dado sus razones. No abundaré en las mías. Debe usted pensar
                  lo mismo que el pobrecito de Simón, usted es mexicano, ¿qué le va ni le viene todo
                  esto? Se trata de cumplir un encargo y ya, ¿cómo? Pero sus amigos tienen razón. El
                  petróleo mexicano será una carta cada vez más importante en una situación de guerra
                  permanente en el Mediterráneo oriental. De allí, ¿cómo?, todos nuestros esfuerzos. Es
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