Page 105 - La Cabeza de la Hidra
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abiertas en el auto, mostró las palmas con sus signos de vida, fortuna y amor cerca de
                  los espejuelos ahumados del Director General y le dijo con saña:
                  —Mire. Hay algo que se les olvidó. Tengo  mis manos. Tengo mis huellas digitales.
                  Puedo probar quién soy.
                  El Director General evitó esta vez la risa seca y alta.
                  —No. También pensamos en eso. Nos reservamos para la próxima vez rebanarle las
                  yemas de los dedos, señor licenciado. Siempre hay que tener un as en la manga. La
                  crueldad debe ser gradual. Pero estoy seguro de que no se expondrá más a nuestra
                  cirugía, ¿cómo?
                  Cerró la puerta y el Citroën arrancó. Félix estaba frente a la puerta de mi casa en
                  Coyoacán.


                  LA GUERRA CON LA HIDRA

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                  Cuanto llevo dicho es el informe, lo más detallado posible, de lo que Félix Maldonado
                  me contó durante la semana que pasó, recuperándose, en mi casa. Le he dado un cierto
                  orden, pues él me entregó su narración en  fragmentos discontinuos, como opera en
                  realidad la memoria. Y la memoria de Félix, ya me lo había dicho por teléfono, tenía
                  algunos derechos. La mía también.
                  He transcrito con toda fidelidad sus sensaciones del momento, sus descripciones de
                  lugares y personas, los hechos y las conversaciones, así como las escasas reflexiones
                  internas suscitadas por todo ello. Algunos -acaso demasiados- comentarios laterales son
                  exclusivamente míos.
                  Me doy cuenta, a medida que Rosita pasa mis notas a máquina, de que he reunido cerca
                  de doscientas cuartillas. La muchacha de  la cabecita de borrego es una excelente
                  taquimeca, pero las tareas de secretariado  no le gustan, las siente por debajo de su
                  dignidad de Mata Hari en potencia. Su novio Emiliano es mucho más dócil, está
                  dispuesto a aprenderlo todo y lee con muchísima atención las páginas que Rosita
                  transcribe.
                  El caso que convendremos, con el triple agente Trevor-Mann, en llamar la Operación
                  Guadalupe, amerita esa curiosidad. Fue el primero de nuestra embrionaria organización
                  de inteligencia secreta. Las lecciones de esta experiencia piloto habrían de resultarnos
                  de suma utilidad para el futuro.
                  Conocí bien a Félix Maldonado hace unos quince años, cuando los dos realizamos
                  estudios de post-grado en la Universidad de Columbia en Nueva York. A pesar de ser
                  compañeros de generación, no nos tratamos en la Escuela de Economía de la
                  Universidad de México. Nuestra mal llamada «máxima casa de estudios» no favorece ni
                  los estudios ni la amistad. La ausencia de disciplina y normas de selección impide aqué-
                  llos; la plétora indiscriminada de una población de doscientos mil estudiantes dificulta
                  ésta.
                  Además, las diferencias sociales alejan a los alumnos ricos de los pobres. Yo llegaba en
                  automóvil propio a la Ciudad Universitaria; Félix, en camión. Ni los ricos como yo
                  deseábamos fraternizar con los pobres como Félix, ni ellos con nosotros. Se creaban
                  demasiados problemas, lo sabíamos bien. Ellos se sentían avergonzados de invitarnos a
                  sus casas, nosotros incómodos de su incomodidad en las nuestras. Nosotros pasábamos
                  los fines de semana en las casas privadas de Acapulco; ellos, con suerte, llegaban al
                  balneario de Agua Hedionda en Puebla. Nuestros bailes eran en el Jockey Club; los de
                  ellos, en el Salón Claro de Luna.
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