Page 95 - La Cabeza de la Hidra
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hojas de revistas y periódicos ante las rodillas para que se rasparan menos y con la
                  esperanza de ganarse unos pocos centavos, otros con coronas de espinas y pencas de
                  nopal sobre el pecho, muchísimos curioseando porque había que visitar a la Virgen
                  aunque no hubiera cumplido lo que le pidieron allá en Acámbaro, Acaponeta o
                  Zacatecas, novios bebiendo pepsis y familias fotografiándose sobre telones pintados con
                  la imagen de la Virgen y el humilde tameme al que se le apareció, danzantes indígenas
                  con chirimías, penachos de plumas y  huaraches con suela de llantas Goodrich,
                  vendedores de estampas, medallas, rosarios, misales, veladoras; Rosita adquirió
                  rápidamente una veladora amarillenta de mecha corta y Félix entró antes que ella al
                  platillo volador anclado en el centro de la plaza, la nueva Basílica de cemento y vidrio
                  que sustituía a la pequeña iglesia de roja piedra volcánica y torres barrocas que se estaba
                  hundiendo a un lado, como un pariente pobre.
                  Emiliano los vio entrar y movió enérgicamente la cabeza hacia el altar y la pintura de
                  Nuestra Señora de Guadalupe milagrosamente impresa sobre el sayal de un indio
                  crédulo que con su fe de floricultor azteca rendida ante la evidencia de un manojo de
                  rosas en pleno diciembre convirtió de un golpe al cristianismo a los millones de paganos
                  sometidos por la conquista española y hambrientos más que de dioses de madre; Madre
                  pura, Madre purísima, canturreaban los miles de fieles humildes como el primer
                  creyente en la Virgen Morena, Juan Diego, modelo secreto de todos los mexicanos: sé
                  sumiso o finge serlo y la Virgen te cubrirá con su manto, ya no tendrás frío ni hambre ni
                  serás el hijo de la puta Malinche sino de la inmaculada Guadalupe.
                  Bernstein estaba hincado frente al altar. Prendió una vela y se acercó arrodillado a un
                  tablero lleno de exvotos pintados a mano,  mandas cumplidas, gracias por salvarme
                  cuando el Flecha Roja se fue por un barranco en Mazatepec, gracias por devolverle el
                  habla a mi hermanita muda de nacimiento, gracias por haberme dado el gordo en la
                  lotería, lleno también de ofrendas a la Virgen, medallitas, corazones de Jesús de plata y
                  de hojalata, anillos, pulseras, cordones. Cuando Bernstein alargó la mano para recoger
                  el anillo que colgaba de un ganchito entre las demás ofrendas, Félix le detuvo el brazo
                  gordo y fofo.
                  —No lo reconocí sin su gorrito y su Talmud —dijo Félix. Bernstein crispó los dedos,
                  rozando el anillo de piedra blanca como el agua.
                  —Bienvenido a nuestro Baubourg sagrado, Félix —contestó con humor nervioso el
                  profesor—. Y suéltame. No estamos solos.
                  —Ya lo veo. Debe haber tres mil personas aquí.
                  —Y una de ellas se llama Ayub. Suéltame, Félix. Tú eres judío como yo. No te pases a
                  nuestros enemigos.
                  —Mi enemigo es el asesino de Harding.
                  —Fue el cambujo. Le dije que no quería sangre. Negro imbécil.
                  —El capitán era un hombre bueno, doctor.
                  —No cuenta, Félix, se juega algo más importante.
                  —No hay nada más importante que la vida de un hombre.
                  —Ah, por fin encontraste a tu padre. Llevas años buscandolo, desde que te conozco.
                  Yo, y por eso te hiciste judío, Cárdenas, y por eso defiendes el petróleo, el Presidente en
                  turno, y por eso te hiciste burócrata...
                  —Y usted encontró a su madrecita guadalupana, ¿no es cierto?
                  —Suéltame...
                  La cara de helado de vainilla de Bernstein se derretía hacia la coladera de una sonrisa
                  misteriosa. Una penitente carmelita se acercó  de rodillas al retablo de los milagros,
                  canturreando y santiguándose repetidas veces, con un velo negro sobre la cabeza y una
                  veladora prendida en la mano. Cesó de santiguarse para tomar el anillo, sin dejar de
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