Page 101 - La Cabeza de la Hidra
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entregamos el cuerpo de un hombre desvanecido a los agentes de la secreta, quienes
                  interpretaron a su manera, aunque con una ayudadita nuestra, el pensamiento pre-
                  sidencial; en vista de la naturaleza del crimen le pasaron la papa caliente a las
                  autoridades del Campo Militar, diciendo que eran instrucciones del señor Presidente, el
                  cual, en realidad, nunca dijo esta boca es mía. Perdón por el retruécano. La boca sólo
                  fue mía, ¿cómo? Fui esa noche al Campo Militar y me dirigí al oficial de guardia, un
                  mero comandante, diciendo que venía de parte de la Presidencia de la República a
                  conversar con el detenido. Tengo credenciales suficientes. Fuimos a la celda donde
                  yacía Maldonado.
                  Interrumpió su relato para subrayar con toda intención el verbo.
                  —Dije bien yacía. El pobre ya estaba muerto, envuelto en una cobija bastante burda,
                  apenas digna de un recluta. Imagínese  la confusión de un oficial segundón con el
                  cadáver de un presunto magnicida en sus manos. Le comenté que en estos casos hay que
                  hacer virtud de necesidad. Le sugerí que podía hacer méritos balaceando al cadáver por
                  la espalda y alegando la ley fuga. Por supuesto, aceptó mi sugerencia como una orden
                  de hasta arriba. De paso, la aplicación de la ley fuga me eximía de toda responsabilidad
                  en la muerte de Maldonado, la trasladaba directamente al comandante de guardia y
                  como éste comprometía con su acción a todo el Ejército Nacional, ni modo. Se guardó
                  el secreto público pero todo quedó aclarado y aceptado en las altas esferas. Entierro
                  discreto al día siguiente, tras de informar a los deudos que un súbito síncope, etcétera.
                  Finis Félix Maldonado. Los maliciosos siempre dirán que lo mató la emoción de ver de
                  cerca al señor Presidente. Tal es el amable recorrido que nos lleva de una simple
                  sospecha expresada ante el señor Presidente y recogida por sus colaboradores a una
                  brutal decisión de un oficial menor del ejército, antes de elevarnos al digno dolor de la
                  ceremonia en el Panteón Jardín, ¿sí?
                  —¿Cómo se llama el infeliz al que le pasó todo esto?
                  —Félix Maldonado. Era realmente un infeliz. Mediocre en todo. Mediocre economista,
                  mediocre burócrata, mediocre tenorio. Sí, un pobre diablo.
                  El Director General miró con ferocidad juiciosa a Félix.
                  —Velázquez, ponga en un platillo de la balanza la miserable insignificancia de
                  Maldonado y en la otra una crisis interna de repercusiones internacionales. Verá que no
                  debemos llorar por alguien como Félix Maldonado.
                  Volvió a colocarse los espejuelos ahumados.
                  —En cambio, debemos preocuparnos por el licenciado Diego Velázquez. Félix
                  Maldonado no aceptó nuestra oferta y ya ve cómo le fue. A Diego Velázquez le espera
                  todo: un puesto oficial con aumento considerable de salario, comisiones jugosas, viajes
                  al extranjero con viáticos generosos, todo lo que pueda desear.
                  Félix sentía la cara como un nudo.
                  —Tengo una mujer, ¿recuerda?
                  Tuvo que adivinar la mirada invisible pero intrigada del Director General.
                  —Por supuesto. Y ahora podrán tener todos los hijitos que Dios quiera mandarles,
                  ¿cómo?
                  —Seguro. Una bola de hijitos de la chingada que se llamarán todos Maldonado.
                  El Director General no tuvo que golpear a Félix; le bastó acercar el rostro verdoso,
                  impreso para siempre en hondas comisuras y huesos próximos a la imagen de la muerte,
                  sí no a la muerte misma, aunque el aliento que salía por las aletas anchas de la nariz y
                  los labios largos, sin carne, parecidos a dos navajas de canto, sí venía de una tumba
                  interna capaz de hablar con una amenaza peor que cualquier tranquiza de Simón Ayub.
                  —Óyeme bien. Lo único cierto de esta aventura es que tú nunca sabrás si eres el
                  verdadero Félix Maldonado o el que por órdenes nuestras te sustituyó. ¿Quieres seguir
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