Page 96 - La Cabeza de la Hidra
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canturrear Oh María Madre mía oh consuelo del mortal, y enterrarlo en la cera de la
veladora, amparadme y llevadme a la corte celestial, canturreó Rosita, se levantó y se
fue caminando con la cabeza baja y la veladora en la mano.
Bernstein se zafó de Félix con una fuerza desesperada; no se libró del empujón de
Maldonado que lo lanzó como una pelota desinflada contra la multitud que se acercaba
constantemente al altar, presionando en sentido contrario al de la trayectoria
incontrolada del profesor; Bernstein fue a estrellarse contra el ataúd de cristal de un
Cristo yacente: la cara y las manos de cera bañadas en sangre; el cuerpo cubierto por un
manto de terciopelo y oro.
El desconcierto de los fieles se convirtió en amenaza muda; Bernstein estaba tirado de
espaldas contra el ataúd de vidrio quebrado por el golpe, el vidrio rajado parecía una
herida más en el cuerpo santo, los ojos negros, velados, bovinos miraron con odio los
ojos de náufrago de Bernstein, claros como la piedra del anillo que se alejaba enterrado
en cera, las mujeres enrebozadas, los hombres con camisolas blancas, los niños de
overol que se agolpaban en busca de la imagen bienhechora de la Virgen y encontraban
en su camino a un extranjero gordo, confuso, que profanaba el altar, la muerte del hijo
de la Virgen.
Félix miró la transformación instantánea de las máscaras de fe, devoción y bondad
sumisa en algo que era el rostro de la violencia, el terror y la soledad reunidas en el
momento en que varias manos le tomaron de los hombros y los brazos; olió el perfume
de clavo y la voz de Simón Ayub le dijo al oído, caliente y aromática:
—Te dije que me debías el descontón, pendejo.
Un coro de voces autoritarias, los Caballeros de Colón vestidos con frac y los tricornios
emplumados bajo los brazos, entonó somos cristianos somos mexicanos guerra guerra
contra Lucifer.
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«Así serás bueno, pinche enano», logró decir Félix amarrado a la silla frente al reflector
que le calcinaba los ojos forzadamente abiertos por los dos palillos de dientes quebrados
a la mitad y enterrados en los párpados antes de que Ayub lo silenciara con otra
bofetada sobre la boca sangrante y los dos gorilas apestosos a cerveza y cebolla lo
relevaran nuevamente para golpear el vientre de Félix, patearle las espinillas, hacer que
la silla cayese y luego seguir pateándole los riñones y la cara untada sobre el cemento
frío de esta pieza desnuda de todo menos esa silla, ese reflector y esos hombres.
Los gorilas se cansaban pronto y regresaban a empinarse sus dosequis y morder sus
tortas compuestas. Félix no veía nada porque veía demasiado con los ojos empicotados
y la mirada se le llenaba de nubarrones, la boca de sangre, las orejas de zumbidos que le
impedían escuchar bien la cantinela entre quejumbrosa y desafiante de Ayub. Despojada
de su tono de autocompasión y sus interjecciones más brutales, las palabras de Ayub se
reducían a informar que él nació en México y se sentía mexicano, pero sus padres no.
Tuvieron que regresar a Líbano porque querían morir donde nacieron. Se llevaron a la
hermana de Simón. La muchacha se hizo militante falangista y cayó en manos de los
guerrilleros de Líbano. Los viejos la buscaron y fueron a dar a una aldea de
musulmanes. Allí los tenían prisioneros a los tres.
—El D. G. lo dijo en el hospital, me tienen cogido de los güevos, haces lo que te
decimos o te mandamos las cabezas de tu papi, tu mami y tu hermanita, viejos tarugos,
se hubieran ido solos, no con mi hermana, ¿cómo la iban a dejar aquí, a los catorce
años, la edad más peligrosa?, tú eres mexicano como yo, yo sólo quería ser mexicano,
tranquilo, ¿para qué te andas metiendo en lo que ni te va ni te viene?, todos te dicen lo

