Page 104 - La Cabeza de la Hidra
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inútil aislarse, señor licenciado. La historia y sus pasiones se cuelan por la rendija
                  universal de la violencia. ¿Estudió usted a Max Weber? El medio decisivo de la política
                  es la violencia. Y como todos, personalmente, poseemos una dosis más o menos
                  amaestrada de violencia, el encuentro es fatal; la historia se convierte en justificación de
                  nuestra violencia escondida. Dirá usted que habló por mí. Piénselo. En este momento se
                  siente exhausto y quiere dar por terminado todo esto. Lo entiendo. Pero le exijo que se
                  pregunte si no queda en usted una reserva personal de violencia, totalmente ajena a la
                  violencia política que le circunda, y que se  propone aprovecharla para averiguar lo
                  único que sólo usted puede averiguar, ¿cómo?
                  Félix y el Director General se miraron largamente en silencio; Maldonado sabía que su
                  propia mirada era algo vacío, opaco, sin comunicación; los espejuelos del Director
                  General, en cambio, brillaban como dos estrellas negras en el seno negro del viejo
                  Citroën.
                  —Vamos —sonrió el Director General—, creo que llegamos. Perdone mi palabrería. En
                  realidad, sólo deseaba decirle una cosa. La crueldad siempre es preferible al desprecio.
                  Corrió una de las cortinillas del automóvil y Félix pudo ver que se acercaban al puente
                  de piedra de Chimalistac. El alto funcionario volvió a reír y dijo que los españoles
                  habían aprendido de los árabes que la arquitectura no puede estar en pugna con el clima,
                  el paisaje o las almas. Lástima, añadió, que los mexicanos modernos hayan olvidado esa
                  lección.
                  —Toda la ciudad de México debía ser como Coyoacán, de la misma manera que toda la
                  ciudad de París, en cierto modo, es similar a la Place Vendóme, ¿cómo? Hay que mul-
                  tiplicar lo bello, no aislarlo y aniquilarlo como por desgracia hacemos nosotros.
                  El auto se detuvo y el tono del Director General volvió a la sequedad hueca.
                  —Descanse. Repose. ¿Sí? Cuando se sienta bien, regrese a su oficina. Le esperamos. Es
                  el mismo cubículo de antes. Maleníta le aguarda ansiosa. Pobrecita. Es como una niña y
                  necesita un jefe que sea como su papá. Le cobrará la quincena puntualmente, sin que
                  necesite usted desplazarse y hacer colas. Y cada mes, pase a ver a Chayito mi secretaria.
                  Las compensaciones no pasan por la contaduría pública del ministerio.
                  Abrió la puerta e invitó a Félix a descender.
                  —Baje, licenciado Velázquez.
                  —Hay una cosa que no me ha explicado. ¿Por qué me dijo en la clínica que Sara Klein
                  había asistido a mi sepelio?
                  La mirada del Director General pareció  por un segundo ciega como la arena. Luego
                  suspiró.
                  —Recuerde mis palabras. Dije que Sara Klein también acudió a la cita con el polvo. En
                  este carnaval de mentiras, señor licenciado, admita al menos una verdad metafórica,
                  ¿cómo?
                  Brilló el anillo matrimonial de este hombre de vida privada inimaginable. Se le ocurrió
                  a Félix que las ocho mujeres de Barba Azul, incluyendo a Claudette Colbert, no tenían
                  nada que envidiarle a la señora del Director General.
                  —Baje, licenciado Velázquez. Yo voy a seguir. Y dígale a su amigo Timón de Atenas
                  que recapacite en las palabras de Corneille, con algunos cambios toponímicos. Rome a
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                  pour ma ruine une hydre trop fertile; une tete coupée en fait rendtre mille.  ¿Ve usted?
                  Yo también tengo mis clásicos.

                  58. Para mi ruina reserva Roma una hidra demasiado fértil; de una cabeza cortada
                  habrán de renacer mil. Cinna, iv, 2, 25.

                  Félix descendió sin darle la mano. Pero  desde la banqueta introdujo las dos manos
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