Page 102 - La Cabeza de la Hidra
P. 102
negando que eres un hombre enterrado en el Panteón Jardín? Regresa al momento en
que despertaste en la clínica y pregúntate si puedes asegurar que entonces sabías quién
eras. Habrá para siempre un antes y un después en tu vida. Un abismo los separa y
nunca podrás salvarlo, ¿me entiendes bien? De ahora en adelante, lo que puedas saber
de tu pasado quizás sea sólo lo que nosotros, benévolamente, querramos enseñarte.
¿Cómo podrás saber la verdad?
—Ruth... —murmuró Félix hipnotizado por la voz de muerte, la mirada de muerte, el
gesto de muerte de este hombre inasible como una serpiente embarrada de aceite.
—Te lo aseguro —continuó el Director General sin oír a Félix—, cada vez que pienses
en el pasado de Félix Maldonado, estarás recordando algo que yo te enseñé mientras es-
tabas inconsciente en el hospital. Y mientras vivas el presente de Diego Velázquez, sólo
sabrás de él lo que yo te diga sobre él. Cada opción te remitirá a un contrario imposible.
Si eres el de ayer, ¿puedes asegurar dónde comenzó tu hoy? Si eres el de hoy, ¿puedes
saber dónde terminó tu ayer? No hay salida para ti, hagas lo que hagas, vayas a donde
vayas. Félix Maldonado fue un infeliz que frustró mis planes perfectamente concebidos.
Diego Velázquez cargará la maldición de esa culpa.
Félix buscó en vano el sudor en la frente del Director General; la intensidad de sus
palabras era como su aliento, mortalmente frío. El alto funcionario se recompuso, se
alejó de Félix y se incorporó plenamente.
—El pobrecito de Félix Maldonado es un hombre ideal, no por sus discutibles méritos,
sino porque no es. Seguirá muerto para que podamos seguirlo utilizando. Su propio jefe
está de acuerdo.
Hizo un gesto despreciativo con la mano, pidiéndole a Félix que se incorporara.
—Ahora sígame, señor licenciado. Le ofrezco llevarlo en mi automóvil.
Félix se puso de pie. Se sintió mareado y débil. Apoyó un instante las manos sobre el
respaldo de la silla. El Director General le dio la espalda y encendió de manera
deliberada un cigarrillo, tapando con una mano el fulgor intolerable del briquet. Félix
cayó de cuclillas, enchufó el reflector con el que Ayub y sus gorilas lo torturaron y la
luz blanca, congelada como el aliento de hombre que encendía un cigarrillo frente al ojo
sin párpados del reflector, cegó al Director General con un aullido de dolor.
Se tapó la cara con las manos, el briquet pegó contra el piso de cemento y el cigarrillo le
rodó, desamparado y desparramando un minúsculo simulacro de lava, por el pecho.
—Lo sigo —dijo Félix aplastando el cigarrillo con el talón.
El Director General suprimió los borbotones agónicos de su grito inicial. Se agachó para
buscar y encontrar, a tientas, el encendedor y se reincorporó con toda su dignidad
recuperada.
—Sea mi huésped —le dijo a Félix Maldonado.
37
La puerta de metal se cerró detrás de ellos. Caminaron por una galería de vidrio y fierro
ventilada por chiflones de frío nocturno; olía a lluvia reciente.
Descendieron por unos escalones de fierro a un garage donde se encontraba estacionado
un viejo Citroën de los años cincuenta, negro, largo y bajo. El Director General abrió la
puerta y con un gesto silencioso le pidió a Félix que subiera.
Maldonado entró a la imitación de un ataúd de lujo. Su anfitrión le siguió y cerró la
puerta. Se instaló mullidamente, con un suspiro, y tomó la bocina negra que colgaba de
un gancho de metal.
Dio órdenes en árabe y la carroza fúnebre arrancó. Todo el espacio interior del Citroën
estaba tapizado de fieltro negro, las ventanillas cubiertas por cortinas negras y dos hojas

