Page 97 - La Cabeza de la Hidra
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mismo, los palestinos y los judíos, esa tierra es mía, no es de nadie más que de nosotros,
                  y van a acabar matándose todos, allí no va a quedar más que el desierto cuando acaben
                  de ponerse bombas y meterse en campos de concentración y contrabandear armas que
                  van a dar a manos de sus enemigos, ¿no te das cuenta, pendejo?, los dos disparan a
                  ciegas sus ametralladoras contra viejos y niños y perros y tú y yo cabrón, ¿qué
                  chingados...?
                  La voz del Director General llegó de lejos, acompañada primero de un portazo metálico,
                  en seguida de unas pisadas huecas sobre el cemento:
                  —Ya estuvo bien, Simón. Es inútil. No tiene el anillo.
                  —Pero sabe dónde está —jadeó Ayub.
                  —Y yo también. Es inútil. Despide a tus gorilas y apaga ese reflector. Tus amigos me
                  ofenden tanto como la luz excesiva.
                  —Era para hacerlo cantar —dijo en son de excusa Ayub.
                  —Era para desquitarte —dijo secamente el funcionario—. Desamárralo. No temas. En
                  ese estado, no podrá pegarte.
                  El Director General se equivocó. Los gorilas salieron bufando con las tortas en las
                  manos. Ayub liberó las piernas de Félix atadas a las patas de la silla volteada.
                  Maldonado logro darle una patada en los testículos al pequeño siriolibanés. Ayub gritó
                  de dolor, doblado sobre sí mismo.
                  —No lo toques —ordenó el Director General en la penumbra que le permitía moverse
                  como un gato, deshizo ágilmente los nudos de las manos de Félix y le retiró con cuidado
                  los palillos de los ojos.
                  —Ayúdame —volvió a ordenar, indiferente a las quejumbres de Ayub—, vamos a
                  sentar correctamente a nuestro amigo.
                  —Nuestro amigo... —se mofó Ayub, doblado, mientras ayudaba con una sola mano a su
                  jefe. Era la mano con los anillos. Félix recordaría siempre el sabor metálico de las cimi-
                  tarras.
                  —Sí, señor —dijo ahora con suavidad el Director General—, no ha dejado de sernos útil
                  un instante y lo seguirá siendo, ¿cómo?, es su vocación, ¡qué le vamos a hacer! Es un
                  caso de amor a segunda vista, pas vrai?
                  Rió y cortó la risa en el punto más alto de la alegría. Miró  sombríamente a Ayub detrás
                  de los pince-nez morados.
                  —Puedes retirarte, Simón.
                  —Pero...
                  —Anda. Afuera te esperan tus amigotes. Diles que te conviden un poco de sus tortas.
                  —Pero...
                  —Pero nada. Lárgate.
                  Félix temió que los ojos se le desprendieran de las órbitas y los mantuvo tapados con las
                  manos que eran las nodrizas de su mirada herida. Estuvo a punto de pensar que esas
                  manos no eran suyas. Lo distrajo el paso veloz de Ayub, el ruido de la puerta de metal
                  abierta y cerrada.
                  Siguió con las manos sobre los ojos; para qué ver, no había nada que ver, sólo el
                  hombre fotofóbico podía ver en esta penumbra que Félix agradeció. Eso los asemejaba,
                  a él y al Director General, en ese momento.
                  —Pobre diablo —comentó la voz hueca—, sus padres y su hermana murieron la semana
                  pasada en una miserable aldea libanesa. Es el destino de los rehenes. Los falangistas y
                  sus aliados israelíes mataron a diez rehenes palestinos en el sur del Líbano. Ahora les
                  tocó a otros tantos rehenes maronitas en manos de los fedayines del Frente del Rechazo.
                  Acercó el rostro de calavera al de Félix, como para cerciorarse de la gravedad de la
                  golpiza.
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