Page 106 - La Cabeza de la Hidra
P. 106

Había también el problema de las muchachas. No deseábamos que nuestras hermanas o
                  primas se enamoraran de ellos; ellos,  aunque en esto no los secundaran sus padres,
                  tampoco querían que las suyas les fueran birladas por los juniors millonarios como yo.
                  No era el caso de Félix; se sabían su fidelidad al maestro de historia de las doctrinas
                  económicas, Leopoldo Bernstein, y su amor  hacia una chica judía, Sara Klein,
                  compañera nuestra en la escuela. Pero esta era una barrera más. A fines de los
                  cincuenta, las familias judías de México  no acababan de ser aceptadas en la buena
                  sociedad, los padres hablaban con gruesos acentos teutónicos o eslavos, se sospechaba
                  que las muchachas eran demasiado emancipadas y, sobre todo, las familias no eran
                  católicas.
                  La distancia, espontáneamente, derrumbó estas barreras. Mis privilegios nacionales no
                  impresionaban a nadie en Nueva York y en cambio Félix los aceptaba de manera natural
                  sin estimar que por ello dos jóvenes mexicanos en los Estados Unidos debían cultivar
                  rencores sociales, sino aliarse amistosamente para compartir bromas, recuerdos y
                  lengua.
                  Félix sentía una pasión por el cine y su historia; la cinemateca del Museo de Arte
                  Moderno le colmaba de gusto y me invitó varias veces a acompañarle en sus
                  excursiones de descubrimiento de Griffith, Stroheim y Buñuel. Yo nunca le dije que ya
                  había visto todo eso en el Instituto Francés de la calle de Nazas, donde dos veces por
                  semana un espigado y joven poeta español de cabellera prematuramente encanecida nos
                  daba, a los trescientos y algunos más, lúcidas clases de cultura cinematográfica antes de
                  que todos guardásemos un silencio religioso ante las fluidas ondulaciones de la
                  Swanson y las férreas del Potiomkin.
                  Por mi parte, yo descubrí el teatro en Nueva York y la pasión de Félix por el cine sólo
                  fue comparable a la mía por Shakespeare. Dediqué un verano a seguir las
                  representaciones shakespearianas en el Festival de Ontario y a lo largo de lo que
                  entonces se llamaba «el circuito de los sombreros de paja» en pequeños teatros estivales
                  de la costa de Nueva Inglaterra. Invité a Félix a acompañarme y vencí sus resistencias
                  ofreciéndole un trato: él sería mi huésped en los teatros y yo el suyo en los cines.
                  Así se selló nuestra amistad y en septiembre, al iniciarse nuestro segundo año en
                  Columbia, decidimos vivir juntos y tomar un pequeño apartamento en el edificio
                  Century del lado démodé de Central Park, el oeste. Félix me puso una condición: que yo
                  recortase la mesada que me enviaba mi padre hasta igualar la suma exacta de la beca
                  que él recibía del gobierno. Acepté y nos instalamos en el apartamento amueblado de
                  una sola pieza más baño y kitchenette. Compartimos el Castro Convertible que de día
                  era sofá y de noche cama. Convenimos en no recibir muchachas sino en las tardes y
                  colgar un letrero en la puerta de entrada cuando no queríamos ser molestados. Nos
                  robamos en la calle 68 una pancarta de obras públicas que decía MEN AT WORK y la
                  utilizamos para darnos aviso mutuo.
                  Hablábamos mucho de México, sentados frente al panorama que era nuestro único lujo:
                  la vista del Hudson al atardecer desde la ventana del vigésimo piso. El padre de Félix
                  había sido uno de los escasos empleados mexicanos de las compañías petroleras
                  extranjeras. Trabajaba en Poza Rica para la Compañía El Águila, subsidiaria de la Royal
                  Dutch, como contador.
                  —El gerente recibía a mi padre dos veces al mes. Pero mi padre nunca le vio la cara.
                  Cuantas veces entró al despacho, encontró  al gerente dándole la espalda. Era la
                  costumbre, recibir de espaldas a los empleados mexicanos, hacerles sentir que eran
                  inferiores, igual que los empleados hindús del raj británico. Mi papá me contaba esto
                  años después, cuando su humillación ya se había convertido en orgullo. En 1938, Lá-
                  zaro Cárdenas expropió las compañías petroleras inglesas, holandesas y
   101   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111