Page 107 - La Cabeza de la Hidra
P. 107

norteamericanas. Mi papá me contó que  al principio no sabían qué hacer. Las
                  compañías se fueron con sus técnicos, sus ingenieros y hasta los planos de las refinerías
                  y las refacciones de los pozos. Dijeron bébanse su petróleo, a ver a qué les sabe. Fue
                  declarado el boycott de los países capitalistas contra México. Dice mi papá que tuvieron
                  que improvisarlo todo para salir adelante. Pero valía la pena. Se acabaron las guardias
                  blancas que eran el ejército privado de las compañías, les robaban las tierras a los
                  campesinos y les cortaban las orejas a los maestros rurales. Y sobre todo, las gentes se
                  miraron a la cara.
                  Todo esto es una parte bien conocida de la historia moderna de México. Para Félix era
                  una experiencia personal y conmovedora. Alegaba con calor, en medio de mis risas, que
                  fue concebido el 18 de marzo de 1938, día de la nacionalización, porque nació
                  exactamente nueve meses después. Y si hubiera nacido nueve años antes, no hubiese
                  tenido todo lo que tuvo, las escuelas creadas por Cárdenas en los campos petroleros, los
                  servicios médicos que antes no existían, la seguridad social, las pensiones. Sus padres
                  no se habían atrevido a tener hijos antes; Félix pudo ir a la escuela de Poza Rica, su
                  padre ascendió, fue jefe de contadores en la Dirección de Petróleos Mexicanos en la
                  capital, Félix pudo seguir sus estudios y llegar a la Universidad, su padre se retiró
                  pensionado, pero los hombres activos se mueren cuando dejan de trabajar. Félix sentía
                  veneración por su padre y por Cárdenas; casi eran uno solo en su imaginación, como si
                  hubiese una correspondencia inseparable  entre una humillación, una dignidad y un
                  destino compartidos por ambos y heredados por él.
                  Félix contaba esta historia de manera muy íntima, mucho más de lo que yo soy capaz de
                  referirla ahora. No perseguía con ello una  confesión análoga de mi parte. Mi vida
                  siempre había sido fácil y me avergonzaba admitir que también mi familia lo debía todo
                  al Presidente Cárdenas; la fabriquita  de productos farmacéuticos de mi padre pudo
                  expandirse y diversificarse, después de  la expropiación, hasta convertirse en una
                  poderosa empresa petroquímica y, de paso, mi papá acaparó un buen número de
                  concesiones; nuestras gasolineras se ubicaron estratégicamente a lo largo de la Carretera
                  Panamericana entre Laredo y Valles y gracias a todo ello yo no sólo fui a la Universidad
                  sino a los bailes del Jockey Club.
                  En cierto modo, envidié a Félix la vivacidad de sus experiencias y de las emociones que
                  derivaba de ellas; pero por las mismas razones, me daba cuenta de que cierta
                  excentricidad marcaba a mi amigo. No me refiero a nuestras divergencias religiosas; en
                  este caso, yo podría parecer excéntrico en un medio donde todos se dicen católicos pero
                  sólo las mujeres y los niños son practicantes. Félix era producto de escuelas socialistas;
                  yo no era católico por simple tradición,  sino por convicción y esta convicción era
                  gemela de las razones por las que Félix rechazaba la noción de Dios: el creador no pudo
                  crear el mal.
                  —Pero sólo Dios hace necesario el mal —le contestaba durante nuestras discusiones—.
                  Acumula todo el mal sobre la espalda de Dios y sólo así comprenderás la existencia de
                  Dios, porque sólo así sabrás y sentirás que Dios nunca nos olvida. Si es capaz de
                  soportar todo el mal humano es porque no le somos indiferentes.
                  Cuando Félix recibió en Nueva York la noticia de la muerte de su madre, rechazó mi
                  compañía y colocó el famoso letrero a la entrada del apartamento. Regresé lo más tarde
                  posible; el letrero seguía allí y me fui a pasar la noche a un hotel. La mañana siguiente,
                  alarmado, hice caso omiso de la pancarta y entré. Estaba con una muchacha muy bonita
                  en la cama. Me dijo:
                  —Te presento a Mary. Es judía y es mexicana. Anoche perdió la virginidad.
                  La muchacha de ojos violeta no se inmutó; yo me sentí incómodo y, debo confesarlo,
                  celoso. Mientras Félix respetase nuestro arreglo y yo no viese a las mujeres que pasaban
   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111   112