Page 109 - La Cabeza de la Hidra
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durante los meses primero y luego los años que siguieron a la crisis política y
                  económica de octubre de 1973. La guerra del Yom Kippur y el embargo petrolero de los
                  países árabes coincidió con la ubicación de un cuadrilátero con veinte mil millones de
                  barriles potenciales escondidos a 4.500 metros bajo las tierras de Tabasco y Chiapas.
                  No fue difícil para el dueño de una gran empresa petroquímica percibir los signos de
                  peligro, calibrar por igual la avaricia que provocaban los grandes mantos petrolíferos
                  mexicanos y el papel que semejante reserva podría jugar en caso de una crisis
                  internacional. Pude averiguar cosas que parecían muy simples: las idas y venidas de
                  nuestro antiguo profesor Bernstein con el propósito ostensible de reunir fondos para
                  Israel, los contactos que establecía, las preguntas que formulaba; la relación del Director
                  General de la Secretaría de Fomento Industrial con los diplomáticos y jerarcas de los
                  países árabes. Las indiscreciones de mi hermana Angélica me fueron preciosas. No las
                  necesité para comprobar personalmente las presiones ejercidas sobre mi propia empresa
                  para asociarla con compañías transnacionales y acoplarla a proyectos que acabarían por
                  arrebatarnos el dominio sobre nuestros recursos.
                  Imaginé el día en que los mexicanos dejaríamos de mirarnos a la cara.

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                  Volví a establecer contacto con Félix. Le di cita una tarde en mi casa de Coyoacán. Nos
                  comparamos físicamente, después de trece años de no vernos. Él era el mismo, morisco,
                  viril, muy parecido al autorretrato de Velázquez, alto para ser mexicano. En cambio, mi
                  aspecto había cambiado bastante.
                  Relativamente bajo de estatura, con una cabeza demasiado grande para mi cuerpo
                  pequeño y esbelto, la calvicie acentuaba mi pequenez; intentaba compensar la alopecia
                  con un bigote ancho, negro y grueso.
                  Le expliqué en términos muy generales de  qué se trataba. No entré en demasiados
                  detalles. No deseaba prejuiciado en exceso; además, sabía que sólo los incidentes
                  personales motivaban la acción de Félix Maldonado y no los argumentos políticos
                  abstractos: el petróleo era la vida de su padre, no una ideología determinada. Me
                  recordó que era judío converso, aunque no practicante, para darle gusto a su mujer. Me
                  preguntó si nunca me había casado; me había perdido la pista por completo. No, yo era
                  un solterón de treinta y ocho años. Quizás algún día.
                  Establecimos un código simple, las citas de Shakespeare; alquilé el cuarto en el Hilton
                  como una especie de panal al que acudirían abejas de distinta estirpe y allí plantamos
                  muy cuidadosamente los documentos falsos pero con todas las apariencias de verdad.
                  Félix se quejó.
                  —Me has dado muy pocos nortes. Temo equivocarme.
                  —Es mejor así. Sólo tú puedes cumplir esta misión. Cuando algo te sorprende, siempre
                  reaccionas con imaginación. Si no, actúas rutinariamente. Te conozco.
                  —Entonces me considero libre de proceder como mejor lo entienda.
                  —De acuerdo. Nuestra premisa es que carecemos de información o de proyectos para
                  contrarrestar las ambiciones que nos amenazan. Vamos a actuar solos, sin más
                  elementos que los que merezcan nuestra confianza y sin más recursos que los de mi
                  propia fortuna.
                  Me miró de una manera extraña; a veces la memoria desdeña su nombre verdadero y se
                  nubla de emociones que no son sino recuerdos.
                  —Qué bueno volverte a ver.
                  —Sí, Félix, qué bueno.
                  —Fuimos muy buenos amigos, amigos de veras, ¿no es cierto?
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