Page 26 - La Cabeza de la Hidra
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—Buenas noches, qué gusto, ¿puedo invitarle una copa?
—No —dijo Félix—, estoy rendido, gracias.
—Si quiere lo llevo a su casa —dijo tranquilamente Ayub.
—Gracias —contestó secamente Félix—, pero tengo que tratar un asunto aquí en el
hotel.
—Cómo no, señor licenciado, ya entiendo —dijo Ayub con su pequeño aire de
superioridad.
—No entiende usted un carajo —dijo Félix con los dientes apretados y en seguida
reaccionó, iba a acabar peleado con el mundo entero —: Perdone. Piense lo que quiera.
—¿Nos vemos mañana, señor licenciado? —inquirió con cautela Ayub.
—Ah sí. ¿Por qué?
—El señor Presidente entrega los premios nacionales en Palacio, ¿no recuerda?
—Claro que recuerdo. Buenas noches.
Félix estuvo a punto de dar media vuelta, pero Ayub hizo lo imperdonable: lo detuvo
del brazo. Félix miró con asombro y rabia los dedos manicurados, las uñas esmaltadas,
los anillos con cimitarras labradas en topacio y el aroma repugnante de clavo le insultó
la nariz.
—¿Qué carajos? —exclamó enrojecido Félix.
—No vaya a la ceremonia —dijo con tono meloso Ayub, entrecerrando de una manera
muy mexicana y muy árabe los ojos, velando cualquier intento de amenaza—, por su
bien se lo digo.
Félix lanzó una carcajada en la que el desprecio le ganaba a la rabia:
—Palabra que éste ha sido mi día. Nomás faltaba que tú también me dijeras lo que debo
hacer, enano jacarandoso.
—Palabra que no le conviene, señor licenciado.
Félix se zafó violentamente de la mano delicada de Ayub.
En el ascensor un anuncio con la figura del viejo Hilton le decía Sea mi huésped. Félix
Maldonado apretó la llave de la recámara en la mano olorosa a clavo después del
contacto con Ayub, hay gentes que sólo son huéspedes de sí mismas, nunca de los
demás, le dijo en silencio a Mr. Hilton, sólo el cuerpo hastiado de tales huéspedes puede
acabar por expulsarlos con todo y chivas, resentimientos, nostalgias, ambiciones,
cobardías, todas las chivas de la vida, el bagaje del alma, carajo.
Entró al cuarto.¡ No tuvo que prender la luz. Las lámparas neón del tocador iluminaban
el desorden de la habitación. Iba a llamar a la administración para protestar. Olió la
lavanda de clavo. Las cerraduras de los cajones transformados en archiveros habían sido
forzadas. Los papeles estaban en desorden, regados sobre la alfombra.
Cayó rendido en la cama tamaño real, llamó al servicio de cuarto y pidió que le subieran
el desayuno a las ocho en punto. Se durmió sin desvestirse ni apagar la luz.
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Bebió el jugo de naranja y dos tazas de café y bajó a las ocho y media con un traje
limpio y planchado, uno de los muchos que tenía colgados en el closet de su recámara
del Hilton. Pidió a servicio de valet que le lavaran en seco el traje con el que asistió a la
cena de los Rossetti; las valencianas estaban enlodadas.
Esperó a la entrada del Hotel hasta que el portero uniformado se detuviese con el
Chevrolet frente a él. El portero le entregó las llaves.
—¿Esta mañana no toma usted un taxi, señor licenciado? El tránsito está pesado, como
siempre, a esta hora.
—No, necesito el coche más tarde, gracias —dijo Félix y le entregó un billete al portero.

