Page 25 - La Cabeza de la Hidra
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tarse con Bernstein me parece un precio muy alto para la verdad y para la venganza.
—No, Félix —dijo abruptamente Sara, igual que cuando eran estudiantes juntos,
discípulos de Bernstein, discutiendo una de las teorías económicas expuestas en los
volúmenes de Gide y Rist—, no, Félix...
Maldonado dejó caer la mano de Sara Klein. —No, Félix, eso se acabó. Ya encontramos
y juzgamos a todos los que fueron nuestros verdugos. Ahora somos nuevos verdugos de
nuevas víctimas.
—Eso querían los verdugos de ustedes —dijo con la voz más plana del mundo Félix.
—Creo que sí —contestó Sara. —Tú eres muy inteligente. Sabes que sí. —Qué pena,
Félix.
—Sí. Quiere decir que los verdugos de ustedes acabaron por vencerlos, como querían,
aunque sea desde la tumba —dijo Félix y le dio la espalda a Sara Klein.
Salió de la casa de los Rossetti y caminó a lo largo del Callejón de Santísimo atestado
de autos hasta el fin del empedrado, donde comenzaba el fango de las calles de San
Ángel, el lodo de muchísimas calles de la ciudad de México después de la lluvia, como
si fuera campo.
De la bruma de la medianoche vecina surgieron los bultos inmóviles sobre el lodo,
como las figuras del cuadro de Ricardo Martínez. Félix se preguntó si esos bultos eran
realmente personas, indios, seres humanos sentados en cuclillas en el centro de la noche,
desgarrados por una niebla de colmillos azules, envueltos en sus sarapes color de
crepúsculo.
No lo pudo saber porque nunca antes había visto algo igual y no lo pudo descubrir
porque no se atrevió a acercarse a esas "guras de miseria, compasión y horror.
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Paciencia y piedad, paciencia y piedad les pidió el rabino que los casó. Félix manejó
velozmente por el Periférico hasta la Fuente de Petróleos y allí salió como de un vórtice
de cemento al Auditorio Nacional agigantado por el cielo dormido y siguió por la
Reforma fresca, lavada, perfumada de eucalipto húmedo, inventando frases sin sentido,
sueños de la razón, Sara, Sara Klein, de jóvenes creímos que la pureza nos salvaría del
mal porque ignoramos que puede haber un mal de la pureza alimentado por la pureza
del mal; ésa era la complicidad entre Félix y Sara.
Estacionó frente al Hilton, le entregó las llaves del Chevrolet al portero, él ya sabía,
entró al vestíbulo, pidió su llave y el recepcionista le entregó una tarjeta, la propia
tarjeta de Félix Maldonado, Jefe, Departamento de Análisis de Precios, Secretaría de
Fomento Industrial. Félix interrogó al recepcionista en silencio.
—Se la dejó una señora, señor Maldonado.
—¿Mary... Sara... Ruth? —dijo Félix con incredulidad primero, luego con alarma.
—¿Perdón? Una señora gorda con una canasta.
—¿Qué dijo? —preguntó, ahora con esperanza, Félix.
—Que de plano no le ponía pleito porque luego luego se veía que usted era un gallón
muy influyente, eso dijo.
—¿Eso dijo? ¿Cómo supo que tengo un cuarto aquí?
—Preguntó. Dijo que lo vio bajarse de un taxi y entrar aquí.
Félix Maldonado asintió y se guardó la tarjeta en la bolsa.
Caminó por el vestíbulo de tono verde eléctrico hacia el ascensor. Un periódico cayó
abierto sobre las rodillas de su pequeño lector, sentado en un sofá del lobby. Félix lo
olió; lavanda de clavo, penetrante.
El señor Simón Ayub se levantó, comedido, para saludar a Félix.

