Page 29 - La Cabeza de la Hidra
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con una extraña alegría. La enorme cabeza de algodón silencioso que era la de Félix
                  Maldonado le devolvió, apoyada contra la cosa fría y lisa, una prueba de vida, un vaho,
                  una humedad.
                  Ciñó con los brazos abiertos el contorno del objeto que le mantenía de pie y respiraba
                  con él, contra él, al mismo tiempo que él. Temió que fuese algo vivo, otro ser que lo
                  abrazaba, y lo detenía para que no cayera muerto.
                  Las luces se encendieron y Félix miró el reflejo de una momia, envuelta en vendajes, sin
                  más ventanas que los hoyos de los ojos  la nariz y la boca.

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                  Ahora lo despertaron los rumores minuciosos de vidrio y metal, chocando entre sí,
                  ruidos conocidos e inconfundibles, el líquido de una botella que se vacía, una cucharilla
                  removiendo el contenido de un vaso, pisadas ligeras, como de zapatos tennis, pisadas de
                  gato que chirrean sobre un piso de material plástico.
                  Luego sintió una punzada terrible en el interior del antebrazo y escuchó una voz de
                  mujer:
                  —No se mueva. Por favor estése tranquilo. No mueva el brazo. Le hace falta su suero.
                  Lleva cuarenta y ocho horas sin comer.
                  Movió el otro brazo y se tocó el cuerpo. Una sábana le cubría de vientre para abajo y
                  una bata de mangas cortas arriba. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que estaba
                  envuelta en trapos.
                  —Le digo que se esté quieto. No le encuentro la vena. Como no puede apretar el puño,
                  es difícil.
                  Félix Maldonado respiró hondo y sólo ubicó la neutralidad aséptica del algodón mojado
                  en alcohol y una lejana sospecha de cloroformo que parecía colgar del techo como una
                  bruma matinal que al huir se encuentra con un cielo recalcitrante.
                  Repentinamente se unió a esos olores el de lavanda de clavo.

                  Félix giró desesperadamente los ojos dentro de las cuencas irritadas. No había nadie en
                  su campo visual.
                  —Déjanos solos, Lichita —dijo la voz de Simón Ayub.
                  —Está muy delicado. Que no vaya a mover el brazo.
                  —Nosotros nos ocupamos de él. Es él quien no sabe ocuparse de sí mismo, lió una voz
                  tajante y hueca.
                  La risa se suspendió abruptamente, a la mitad, cortada! como un hilo. Félix movió la
                  cabeza vendada y por los túneles de los ojos vio al Director General sentado frente a él.
                  —Tengan cuidado, por favor —dijo la voz femenina.
                  Félix la quiso reconocer, alguna vez la había escuchado, pero lo agotó el esfuerzo y no
                  le importaba; seguramente esa mujer era una enfermera y lo estuvo atendiendo durante
                  las cuarenta y ocho horas a las que hizo alusión antes.
                  No importaba, sobre todo, porque ahora sabía perfectamente quiénes estaban allí: Simón
                  Ayub, fuera de su visión pero presente por el aroma de clavo y el Director General, in-
                  verosímil en el claustro reverberante de una sala de enfermo, acaso un hospital: los
                  lentes ahumados no domarían el brillo! de esmaltes blancos que hería los ojos del alto
                  funcionario, obligado una y otra vez a quitarse los pince-nez con el pulgar y el índice de
                  la mano izquierda y a frotarse los ojos resecos, privados de sombra bienhechora.
                  —Baja las persianas, Ayub —dijo el Director General—, corre las cortinas.
                  Félix escuchó estos movimientos. El Director General volvió a montar los lentes color
                  violeta en el caballete de la nariz y miró inquisitivamente a Félix.
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