Page 30 - La Cabeza de la Hidra
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—Por el momento, usted no puede hablar —dijo el Director General cuando Ayub logró
ensombrecer el cuarto—. Mejor. Así no hará preguntas innecesarias. Recuerdo su bufo-
nería displicente cuando lo recibí en mi despacho. Se sentía usted muy gallo. Quizás
ahora escuche razón. Repito que lo que hacemos es por su bien.
Félix intentó hablar; sólo logró emitir un sonido camuflado semejante al estertor de un
moribundo. Aceptó, amedrentado, su posición pasiva y Simón Ayub rió discretamente.
El Director General, con un gesto violento que Félix sólo vio concluir, atrapó del nudo
de la corbata a Simón Ayub y lo acercó grotescamente, como a una marioneta. Félix
pudo ver al fin al pequeño siriolibanés, con la boca abierta y casi de rodillas frente a su
jefe.
—No te burles de nuestro amigo —dijo el Director General con un tono ecuánime que
contrastaba con la violencia del acto—. Nos ha servido y vamos a demostrarle que lo
queremos mucho.
Soltó a Ayub y volvió a mirar fijamente a Félix.
—Sí, nos ha servido, aunque no con la discreción que hubiésemos deseado. ¿No le
molesta que fume?
El Director General extrajo un cigarrillo inglés con filtro de corcho de un estuche de
plata labrada.
—El día que me visitó, le pedí prestado su nombre. Nada más. Usted se sintió obligado
a interponer su persona física en un asunto que no le concernía. Pero ese es un mal
secundario y reparable. Por eso está usted aquí: para reparar el mal. Todo estaba
preparado, ¿sí?, para que sólo su nombre fuese culpable. Usted entendería lo sucedido y
aceptaría el trato que le ofreceríamos, sin necesidad de todas estas complicaciones. Se lo
dije en mi despacho. No me gustan los procedimientos engorrosos, los trámites
prolongados, el red tape, en suma. Voy a decirle exactamente lo que pasó, ¿cómo? Ni
más ni menos. Los hechos. Si usted se propone averiguar más, lo hará por su cuenta y
riesgo. Se lo advierto una vez más, ¿sí? Usted no es culpable de nada. Pero su nombre
sí.
—Usted es el culpable —interjectó con rabia Simón Ayub—, usted no impidió que este
tipo fuera a la ceremonia en Palacio.
—Es que el licenciado, en el fondo, es muy sensiblero sonrió el Director General—.
Creímos con Rossetti que el inevitable pleito en su casa con Bernstein bastaría para que
nuestro amigo se abstuviera, ¿cómo?, por decencia, orgullo o coraje, de asistir a la
premiación del doctor. Qué barbaridad. Pudieron más su gratitud y su nostalgia de
antiguo alumno de Bernstein.
—Está usted tarolas —rió Ayub—. Fue por puritita vardad. Quería saludar al señor
Presidente.
—Y sin duda —continuó el Director General pasando por alto la impertinencia—, en
este instante nuestro amigo se pregunta si en efecto el Primer Magistrado de la Nación
lo reconoció y le dio la mano, ¿cómo?
—Lo que se ha de estar preguntando es por qué siempre le dice usted nuestro amigo y
no su nombre —dijo con sarcasmo Ayub.
El Director General arrojó una bocanada de humo directamente a la cara de Félix. El
humo se coló por los hoyos del vendaje y Félix comenzó a toser dolorosamente.
—No sea de a tiro —dijo Ayub sofocando la risa con un tono de seriedad burlona—,
¿qué nos dijo la enfermera?, está muy delicado.
—Pues bien, mi amigo —prosiguió el Director General—, no hubo tiempo. El señor
Presidente no llegó hasta usted. ¿Cómo le diré? Hubo un accidente. Un instante antes de
llegar a usted, sonó un disparo. Los guaruras del Primer Mandatario lo cubrieron con
sus cuerpos, obligándolo a caer de rodillas. Espectáculo nunca visto, si me permite usted

