Page 34 - La Cabeza de la Hidra
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él en la cama para colocar correctamente la jeringa que Ayub ensartó sin pericia. El bra-
                  zo de Félix se veía morado.
                  Si en vez de corazón Félix Maldonado hubiera tenido un canguro guardado en el pecho,
                  no habría saltado más lejos que en el momento de ver y reconocer a la misma muchacha
                  que subió al taxi en la esquina de Gante cargada de jeringas y ampolletas envueltas en
                  celofán.
                  «Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús», había dicho al bajarse frente al
                  Hotel Reforma; iba a inyectar a un  turista yanqui enfermo de tifoidea.
                  Quizás ahora ella pudo penetrar hasta el fondo de la mirada de Félix perdida en los
                  túneles blancos del vendaje; quizás sólo sintió el pulso acelerado de su paciente.
                  Levantó los ojos de su tarea y miró a Félix suplicándole que no la reconociera, ahora no,
                  enfrente de Ayub no.
                  Licha le apretó la muñeca cuando terminó y dijo que iba bastante bien.
                  Ayub se frotó con la palma abierta de una mano los anillos de topacio de la otra, como
                  si se entrenara para boxear.
                  —Ese golpe bajo me lo debe, palabra que me lo debe —dijo—. Apúrate, Lichita, quiero
                  que le quites las vendas de la cabeza.
                  Licha dijo que primero debía vendarle bien el brazo hinchado, pero Ayub la hizo a un
                  lado y él mismo comenzó a arrancarle las vendas de la cabeza a Maldonado. Félix trató
                  de cerrar los puños y sintió que se iba a desmayar de dolor.
                  —No seas bruto —gritó la enfermera—, déjame a mí, hay que zafar los alfileres de
                  seguridad primero.
                  Félix cerró los ojos. Junto con su dolor, se alejó el aroma de Ayub, clavo fresco y
                  transpiración agria acompañando un jadeo entrecortado.
                  —Mira en la que te metiste por pendejo —dijo Ayub mientras Licha retiraba
                  cuidadosamente las vendas—, todo estaba tan bien planeado por el jefe, tú no tenías que
                  estar allí ni meterte en nada, en el rebumbio después del tiro nadie se iba a fijar más que
                  en el Presi, todos hubieran creído que el criminal logró escaparse con todo y arma, no se
                  habría encontrado ni al asesino ni a la  pistola y a estas horas todos los servicios
                  seguirían buscando al prófugo Maldonado, te teníamos todo listo para que te salvaras y
                  nomás nos dejaras tu nombre, toditito listo, el pasaporte, los pasajes, la lana, para ti y
                  para tu vieja, todo, ¿para qué te metiste?, ¿quién te puso la pistola en la mano?, trata de
                  recordar eso al menos, a ver si nos enterneces, pendejo porque ahora te quedaste sin
                  nada, sin lana, sin pasaporte, sin pasajes, sin esposa, sin nombre, sin nada...
                  Ayub, con un movimiento brusco y nervioso como sus palabras, colocó un espejo de
                  hospital ovalado, enmarcado en un ribete plomizo que poco a poco perdía su baño de
                  platino, frente al rostro develado de Félix.
                  Él se llamaba Félix Maldonado. El rostro reflejado en el espejo necesariamente tenía
                  otro nombre porque no era el rostro de su nombre. Sin bigote, con el pelo rizado cortado
                  al rape y exterminado en ciertos lugares, una lisura herida en las sienes, unas entradas
                  ralas en la frente, como si su cabeza fuese un campo de trasplantes e injertos. El rostro
                  estaba dañado en algunas partes que no acababan de cicatrizar, estirado en otras y
                  sostenido como una máscara desechable por  grapas detrás de las orejas. Los ojos
                  hinchados tenían un aire oriental. Una costura invisible le paralizaba la boca.
                  Félix Maldonado miró la máscara que le ofrecía Simón Ayub con un sentimiento de
                  fascinación ciega. No pudo mantener abiertos los párpados demasiado tiempo y oyó a
                  Licha decirle a Ayub, a ver si no le estropeaste los ojos, baboso, lárgate de una vez.
                  Ayub preguntó:
                  —¿Cuándo crees que pueda hablar?
                  Licha no contestó, Ayub dijo avísanos en cuanto pueda hablar y salió dando un portazo.
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