Page 64 - La Cabeza de la Hidra
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—¿Y por qué no lo hacen? —sopló divertido Bernstein—. Es lo que recomendó Marx.
De cualquiera manera, no son independientes, pero sin las ventajas de una integración
total al mundo norteamericano. Compara a California con Coahuila. Todo el suroeste
americano seguiría siendo un erial de piojos en manos de México.
—Sara dijo en su mensaje que ella creía en las civilizaciones que duran y no en los
poderes que pasan.
—Y por creer lo mismo que ella durante siglos fuimos perseguidos y asesinados. La
civilización sin poder ya es arqueología, aunque no lo sepa.
Se quitó las gafas para verse indefenso.
—El destino sufrido merece compasión pero el destino dominado resulta detestable. No
será esta paradoja la que nos detenga. Trabajamos duro. Nada nos fue regalado. ¿Nunca
te has preguntado por qué vencimos siempre a los árabes, con menos armas y menos
hombres? Te lo diré. Cuando Dayan fundó el Comando 101, estableció una regla de
fierro: ningún compañero herido sería abandonado jamás en el campo de batalla, a la
merced del enemigo. Todos nuestros soldados lo saben. Detrás de ellos hay una
sociedad trabajadora, democrática e informada que nunca los abandonará. Nuestra arma
se llama solidaridad, en serio, no retórica y de ocasión como en México, ¿ves?
—Temo a una sociedad que se siente libre de toda culpa, doctor.
—Por lo visto, nuestras únicas culpas son las del destino domado. Y el destino domado,
tienes razón, se llama poder. Por primera vez lo tenemos. Asumimos sus
responsabilidades. Y sus accidentes necesarios. ¿Llegarías al extremo de darle la razón a
Hitler porque el triunfo de la solución final hubiese evitado los conflictos de hoy?
Piénsalo: sólo el exterminio total en los hornos nazis hubiese impedido la creación de
Israel. Los hombres crean los conflictos. Pero los conflictos también crean a los
hombres. Los británicos tenían campos de concentración de judíos y árabes en Tel Aviv
y Gaza durante el mandato. ¿Con qué derecho juzgaron en Nuremberg a los alemanes
por crímenes idénticos?
Volvió a ponerse las gafas; la mirada se afocó, los peces dejaron de nadar.
—En la historia sólo hay verdugos y víctimas. Resulta banal recordarlo a estas alturas.
Lo es menos dejar de ser víctima, aun a costa de ser verdugo. La otra opción es ser
víctima eterna. No hay poder sin responsabilidad, incluso la del crimen. La prefiero a la
consolación de ser víctima a cambio del aplauso de la posteridad y la compasión de las
buenas almas.
Se levantó. Caminó hasta la ventana y la abrió. El rumor de Coatzacoalcos ascendió con
un vértigo de olores elementales, pulpa, bagazo, excremento, mezclados con el olor arti-
ficial de la refinería.
—Mira —indicó Bernstein hacia el mercado, sacando la mano por la ventana—, están
tasajeando a las reses. Con ojos de esteta, diríase un cuadro de Soutine. En cambio, con
ojos de protector de animales o vegetariano...
Cerró la ventana y se secó el sudor de la frente con la manga. Félix permaneció inmóvil
con el vaso vacío en la mano.
—Profesor —le dijo al cabo—, su poder depende de otros. Las armas y el dinero. Usted
consigue las dos cosas. Está bien. Pero cada día le será más difícil obtenerlos. Usted lo
sabe. Las familias judías en México, en Argentina, en los propios Estados Unidos, en
todas partes, se integran a nosotros, se alejan de Israel, en unos años no les darán nada.
¿Por qué no dan ustedes algo antes de que sea demasiado tarde y vuelvan a quedarse
solos? Solos y nuevamente odiados y perseguidos.
Bernstein meneó varias veces la cabeza y en sus ojos apareció una extraña resignación.
—Sara me acusaba de ser un halcón. ¿Sabes? El tercer piso de este hotel fue destruido
por un rayo. Gracias a eso las palomas se instalaron en las ruinas. Y como aquí nadie

