Page 65 - La Cabeza de la Hidra
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repara nada... Más arriba, vuelan los buitres. Sobre todo aquí, junto al matadero del
                  mercado. Todos los días matan a uno o dos zopilotes que se lanzan sobre la carne
                  muerta de las reses. Eso es lo que les gusta a los buitres; con las palomas no se meten.
                  Es cierto. Algún día nos obligarán a abandonar los territorios ocupados. El petróleo pesa
                  más que la razón. Pero habremos dejado allí ciudades y ciudadanos, escuelas y métodos
                  políticos democráticos. Sólo habrá paz si los árabes, al regresar, respetan a nuestros
                  nuevos peregrinos, los que se queden atrás. Allí tienes tu famoso encuentro de
                  civilizaciones. Ésa será la prueba ácida de la paz. Y si no, todo volverá a repetirse.
                  Volvió a acercarse a la ventana y miró inútilmente entre los visillos. El chaparrón súbito
                  del trópico se desató. Bernstein volteó rápidamente y le dio la cara a Félix.
                  —¿En qué piensas?
                  —En la convicción con que nos exponía usted las doctrinas económicas en la Facultad.
                  Todas eran persuasivas en su boca, de Quesnay a Keynes. Era el encanto de su clase.
                  Por eso lo seguíamos y lo respetábamos.  No pretendía ser objetivo, pero su pasión
                  subjetiva resultaba ser lo más objetivo del mundo. Doctor, usted no ha venido aquí a
                  curarse de un brazo herido por una bala misteriosa. Mucho menos a convencerme de las
                  razones de Israel. Basta de rollos. Le voy a rogar que me entregue lo que vino a recoger
                  aquí...
                  Bernstein no traía caramelos en las bolsas abultadas de su saco sudoroso y arrugado.
                  Félix saltó de la silla y tomó al doctor  del cuello gordo, le torció el brazo herido,
                  arrancándolo del cabestrillo y Bernstein aulló de dolor con el brazo libre en alto y la
                  pequeña Yves-Grant 32 apretada en la mano. Soltó la pistola que cayó al piso de
                  ajedrez. Félix liberó a Bernstein y recogió la automática. La apuntó contra la barriga
                  temblorosa del profesor.
                  Sin variar la dirección del arma, vació la maleta de Bernstein, separó velozmente las
                  prendas, le ordenó que lo condujera a la sala de baño, abrió el maletín de cuero con los
                  objetos de aseo personal, exprimió la pasta de dientes, separó los extremos de celulosa
                  de las cápsulas de medicina, extrajo una navaja de afeitar y rasgó los forros del maletín.
                  Regresó con Bernstein a la recámara y rebanó la tela interior de la maleta, exploró el
                  closet y también rasgó a navajazos el único traje que colgaba allí, un seersucker de raya
                  azul, hizo lo mismo con las almohadas y el colchón, arrancó el mosquitero para explorar
                  el toldo amarillento, mientras Bernstein lo observaba inmóvil, sentado en su precario
                  trono de ratán, torcido por el dolor que se iba desvaneciendo para dar paso a una sonrisa
                  insultante.
                  —Desnúdese —ordenó Félix.
                  Escudriñó la ropa. Ahora Bernstein parecía un niño goloso convertido en el algodón
                  azucarado que había ingerido en exceso.
                  —Abra la boca. Quítese los puentes.
                  Sólo quedaba un escondrijo. Félix se hincó. Apoyó el cañón de la pistola contra el riñón
                  de Bernstein y le metió un dedo por el culo. Allí sintió los estertores de la risa incon-
                  tenible del viejo.
                  —No hay nada, Félix. Es demasiado tarde.
                  Maldonado se levantó con la pistola en la mano y limpió el dedo contra los labios de
                  Bernstein. El gesto de asco del profesor no logró apaciguarle la risa.
                  —No hay nada, Félix. Te vas con las manos vacías, aunque sucias.
                  Félix tenía la mirada nublada por el sudor pero la pistola apuntaba bien: la mole de
                  Bernstein era el mejor blanco del mundo.
                  —Dígame nomás una cosa, doctor, para que no me vaya sin regalo. Después de todo, yo
                  le dejé ese...
                  Señaló con la pistola hacia el paquete envuelto en papel periódico. Bernstein hizo un
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