Page 66 - La Cabeza de la Hidra
P. 66
ligero movimiento nervioso. Félix volvió a apuntar y preguntó:
—¿Cómo me reconoció usted?
Ahora Bernstein rió a carcajadas, como un Santa Claus en vacaciones, desnudo en el
trópico, lejos de su taller de hielo.
—¡Qué fantasioso! ¡ Lo dije siempre, desde la escuela!
—Contésteme. No necesito pretexto para disparar.
—Carezco de antecedentes, mi querido Félix. No sé por qué crees que no debí
reconocerte.
—Esto, y esto, y esto —dijo Félix con la rabia de la fatiga inútil, pegándose con el
cañón de la pistola sobre las cicatrices de la cara—, esto, y esto, tengo otro rostro, ¿no
ve?
Bernstein redobló la risa, se calmó y fue a sentarse encuetado a la única silla capaz de
contenerlo.
—¿Te han hecho creer eso?
—Me veo en el espejo.
—¿Una puntadita aquí, una ligera modificación acá? —sonrió Bernstein—, ¿la cabeza
al rape, el bigote nuevo? —Cruzó las manos gordas sobre el vientre pero no logró,
obviamente deseaba, asemejarse a un Buda benigno.
—Sí —respondió Félix, disponible porque sentía que sólo abandonando todo esfuerzo
recuperaría su capacidad de esfuerzo y ganaría algo más, una inteligencia oscura que
comenzaba a brotarle de las tripas, abriéndose paso hacia el pecho.
—Tu única cirugía es la de la sugestión —sonrió Bernstein y en seguida borró la
sonrisa—: Basta saber que un hombre es buscado para que todos lo vean de manera
distinta. Incluso el perseguido. Sé de lo que te hablo. Tómate un whisky. Es demasiado
tarde. Relájate.
Bernstein señaló hacia la mesita colmada de botellas, vasos y hielo con el mismo
movimiento del brazo con que antes había indicado hacia el mercado desde la ventana
abierta. Pero el anillote de piedra clara ya no estaba en el dedo del profesor.
La semilla de inteligencia brotó de la tierra de los intestinos, se ramificó por el pecho y
se instaló como una fruta solar en la cabeza de Félix.
Salió corriendo de la habitación de Bernstein con la pistola en la mano pero pudo
escuchar el grito del profesor, acerado primero y luego disipado por el rumor de la calle
que volvía a irrumpir por la ventana abierta:
—¡Es demasiado tarde! ¡Cuidado! ¡Baja!
27
El mozo cambujo del Hotel Tropicana lo miró venir con una sonrisa. Félix vio de lejos
el semáforo preventivo de los dientes de oro; el cambujo estaba listo, con los puños ce-
rrados y las piernas separadas, bajo la ventana de Bernstein frente al mercado.
Félix guardó la pistola en la bolsa y flexionó las piernas para prepararse a saltar y
patearle el vientre, pero el cambujo empezó a correr y se internó en el mercado,
apartando velozmente los cadáveres de reses que colgaban de los garfios, volteando
huacales y desparramando paja en su carrera; la de las reses manchó los hombros de
Félix y los racimos plátano macho le golpearon la cara; los machetes brillaban más de
noche que de día. Félix arrancó uno al azar y lo empuñó. No convenía que se
escucharan tiros esa noche en Coatzocoalcos.
El cambujo siguió corriendo por el mercado trazando vericuetos y sembrando
obstáculos; era un hombrecillo de piernas cortas pero ágiles, mezcla de olmeca y negro
y Félix no logró alcanzarlo. Ambos salieron corriendo por el extremo del mercado que

