Page 67 - La Cabeza de la Hidra
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daba a las vías férreas y Félix vio al mestizo saltar como conejo entre los rieles y luego
                  seguir la ruta de la ferrovía hacia el puerto que se perfilaba con aisladas luces amarillas
                  a lo lejos. Félix siguió corriendo detrás de la liebre oscura que parecía conocer la
                  disposición del enjambre de rieles porque aquí había jugado desde niño.
                  Maldonado cayó un par de veces al tropezar con las agujas, pero nunca perdió de vista a
                  su presa porque el cambujo no quería ser perdido de vista y hasta se detuvo a lo lejos
                  cuando Félix cayó por segunda vez y esperó  a que se incorporase antes de seguir
                  corriendo.
                  El chubasco había cesado con la misma velocidad con que se inició, liberando aún más
                  los olores pungentes del puerto tropical; una película de laca húmeda brillaba sobre la
                  larga extensión del muelle, los rieles moribundos, el asfalto y las lejanas masas de los
                  barcos petroleros. El cambujo corrió como un Zatopeck veracruzano a todo lo largo del
                  muelle, con Félix a veinte metros detrás de él y una sensación ardiente de que ésta no
                  era una persecución normal, que el cambujo era una falsa liebre y él una falsa tortuga.
                  El perseguido comenzó a disminuir la velocidad y Félix acortó peligrosamente la
                  distancia entre ambos; empuñó nerviosamente  el machete; en cualquier momento, el
                  cambujo Podía voltearse con una pistola en la mano, apenas tuviese a su perseguidor a
                  distancia de tiro seguro. El cambujo se detuvo frente a un tanquero negro, lavado por la
                  tormenta. Sudoroso de gotas grises de agua y aceite y Félix se arrojó contra el
                  hombrecillo oscuro, dejando caer el machete.
                  Los dos hombres cayeron por tierra. El buquetanque lanzó un largo pitazo. Félix y el
                  cambujo rodaron, pero el empleado del hotel no ofrecía resistencia. Félix se sentó sobre
                  el pecho trémulo de su adversario extrañamente pasivo y fe clavó las rodillas en los
                  brazos abiertos. El prisionero mantenía ambos puños cerrados, hacía gala de ello,
                  gesticulaba con las muñecas. Por un instante, ambos se miraron sin hablar, jadeando.
                  Pero la cara de Félix era una máscara de dolor físico y la del cambujo la careta de la
                  comedia, negra, sudorosa y con los dientes de oro brillando sonrientes. Félix sintió que
                  bajo sus setenta y seis kilos el hombre pequeño, correoso y moreno cedía totalmente,
                  con excepción de esos puños cerrados.
                  Agarró un puño y trató de abrirlo; era peor que la manopla de fierro de un guerrero
                  medieval, era la garra de una bestia con razones secretas para no rendirse. El petrolero
                  lanzó un segundo pitazo, más gutural que el primero. El cambujo abrió la mano,
                  sonriendo como las cabecitas alegres de La Venta. No había nada sobre la piel color de
                  rosa de la palma marcada con líneas que prometían vida y fortuna eternas al mozo del
                  hotel.
                  El cambujo hizo girar sus ojos redondos para mirar hacia el buque. Félix luchó contra el
                  segundo puño. La escalerilla comenzó a retirarse del muelle hacia la puerta de babor del
                  tanquero. Félix tomó el machete abandonado y lo atravesó de canto sobre la garganta
                  del cambujo.
                  —Abre el puño o primero te corto la cabeza y luego la mano.
                  El cambujo abrió el puño. Allí estaba el anillo de Bernstein. Pero faltaba la piedra
                  transparente como un vidrio. Félix se levantó rápidamente, levantó del cuello de la
                  camisa al cambujo y palpó nerviosamente el cuerpo, la camisa, el pantalón de su
                  adversario. Lo soltó, como el buque soltaba amarras.
                  Liberado, el cambujo corrió de regreso a Coatzacoalcos pero Félix ya no se preocupó
                  por él. Un punto luminoso del buquetanque oscuro le raptó la mirada, una claraboya en
                  el castillo de popa alumbrada doblemente por una luz blanca, tan fuerte como la de un
                  reflector, y por un rostro brillante como una luna, enmarcado por el óvalo de la
                  ventanilla, un rostro inolvidable e inconfundible, con el corte de pelo de fleco y ala de
                  cuervo que resaltaba la blancura luminosa de la piel, los diamantes helados de la mirada,
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