Page 69 - La Cabeza de la Hidra
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un día por delante; el servicio de información portuaria de Coatzacoalcos le dijo que el
                  Emmita no hacía escalas hasta Galveston, llevaba una carga de gas natural de México a
                  Texas y en Texas embarcaba refinados para la costa este de los Estados Unidos. Era su
                  cabotaje normal y pasaba por Coatzacoalcos cada quince días, salvo en invierno, cuando
                  los nortes lo retrasaban un poco. El capitán se llamaba H. L. Harding pero no vino en
                  este viaje por motivos de enfermedad y nadie había visto a una muier subir a bordo.
                  El calor de agosto en el llano desnudo entre Houston y Galveston no es aliviado por
                  relieve, bosque o perfume, salvo el de la gasolina. Félix agradeció la carretera en línea
                  recta que le permitía manejar sin distracciones y colocar frente a su mirada, en lugar del
                  sucio sol de Texas, la luna opaca del rostro que vio fugazmente en la claraboya del
                  Emmita. Siempre lo comparó al de Louise Brooks en La caja de Pandora; mientras más
                  la recordaba, esta imagen de cinéfilo era sustituida por otra: el rostro encalado de
                  Machiko Kyo en Ugetsu Monagataru, la carne voluntariamente artificial, la blancura
                  fúnebre, las falsas cejas barruntadas encima de las verdaderas cejas afeitadas; la mirada
                  de fantasma que podía confundirse con el sueño vigilante de los ojos japoneses, la boca
                  pintada como un capullo de sangre.
                  Félix sufrió un horrible desequilibrio entre la visión diurna de la reverberante planicie
                  texana y la visión nocturna de un Japón de la luna vaga después de la lluvia, una noche
                  de aparecidos antiguos y hechiceras que se posesionan de los cuerpos de las doncellas
                  para cumplir postergadas venganzas. Todo esto giraba en la noche representada de
                  Coatzacoalcos, sus reses sangrientas, sus buitres y palomares incendiados, las cúpulas
                  plateadas de la refinería, la recámara de Bernstein, el hotel rococó, el mozo cambujo y
                  el perfil blanco de Sara Klein en la ventanilla del S.S. Emmita.
                  La visión fue tan confusa y poderosa a la vez que se sintió mal y se vio obligado a
                  detenerse, cruzar los brazos sobre el volante y reposar allí la cabeza, cerrar los ojos y
                  repetirse en silencio que desde el inicio de esta aventura había jurado ser totalmente
                  disponible, asumir todas las situaciones, dejarse llevar por cualquier sugestión, estar
                  abierto a todas las alternativas y, esto era lo más difícil, mantener su inteligencia afilada
                  siempre, afinando los accidente azarosos o  voluntarios que los demás crearían en su
                  camino, percibiéndolos pero jamás impidiéndolos o rehusándolos.
                  —Vas a vivir unas cuantas semanas en una  especie de hipnosis voluntaria —le dije
                  cuando le expliqué todo lo anterior—. Es indispensable para que nuestra operación no
                  fracase.
                  —No me gusta la palabra hipnosis —me respondió Félix con su sonrisa morisca, tan
                  parecida a la de Velázquez—, prefiero llamarla fascinación, voy a dejarme fascinar por
                  todo lo que me suceda. Quizás ése es el punto de equilibrio entre la fatalidad y la
                  voluntad que me pides.
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                  —No parking on the freeway  —un grueso bastón de policía tocó repetidas veces el
                  hombro de Félix.
                  —Perdón, no me sentí bien —dijo Félix al apartarse del volante y mirar el brazo de
                  jamón del policía texano.
                  —Youx a dago or a spick? Shouldn't let you people drive. Don't know what this
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                  country's coming to. No true-blooded Americans left. Come on, drive on  —dijo el
                  policía con la cara roja y ancha de irlandés.

                  30.   Está prohibido estacionarse en la  supercarretera.
                  31. ¿Eres italiano o latino? No debían dejar a la gente como ustedes manejar. No sé a
                  dónde va ir a parar este país. Ya no quedan americanos de pura sangre. Ande, siga su
                  camino.
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