Page 71 - La Cabeza de la Hidra
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—Sólo si veo al pecoso. O a una mujer que viajaba a bordo.
                  —Nunca ha viajado una mujer en mi tanquero.
                  —Eso me dicen. En éste sí.
                  —Es muy difícil distinguir a un tanquero de otro. Nosotros no nos vestimos para ir al
                  carnaval, como los cruceros del Caribe y todas esas canoas mariconas. Sólo cambian los
                  nombres, volvió a leer en voz alta la lista, el Graham, el Evelyn, el Corfú, el Culebra
                  Cut, el Alice...
                  Félix agarró la mano fuerte y manchada del capitán.
                  —El Alicia —rió.
                  —Sí, señor, y también el Royal, el Darién... ¿Siempre te dan tanta risa los nombres de
                  barcos? —dijo con cierto desagrado Harding, interrumpiendo la lectura.
                  —El lapsus de Bernstein —rió Félix,  pegándose sobre las rodillas con los puños
                  cerrados—. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, de veras curiosa y
                  más curiosa...
                  —¿Qué demonios te pasa? —dijo Harding sospechando de nuevo que Félix era un loco
                  o un insolado.
                  —¿A qué horas atraca mañana el Alice, capitán?

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                  A las cuatro de la tarde del día siguiente el S. S. Alice se acodó al muelle de Galveston
                  bajo un cielo encapotado. La bandera de las barras y las estrellas colgaba inerte sobre la
                  proa que señalaba a Mobile como puerto de origen del tanquero. Harding situó a Félix
                  en el mejor lugar para ver sin ser visto. El mismo marinero pecoso abrió la escotilla de
                  babor y sacó la escalera, pidiendo auxilio a los estibadores del muelle.
                  Recargado contra la columna de fierro de una bodega de depósito y oculto por el celaje
                  de otras columnas idénticas Félix vio de lejos a un hombre alto, elegante, vestido de
                  blanco, caminar por el muelle hacia la escalerilla. Era Mauricio Rossetti, el secretario
                  privado del Director General. Se detuvo y esperó a que terminara la maniobra.
                  La falsa Sara Klein bajó ayudada por el marinero pecoso. Vio a Rossetti y se dirigió con
                  alegría hacia él. Tuvo el impulso de besarlo pero el funcionario se lo impidió discreta-
                  mente, la tomó del brazo con decisión y los dos caminaron hacia la salida. Félix vio a la
                  mujer más de cerca; la imitación, si de imitación se trataba, era bien burda y sólo apta
                  para engañar a zonzos como él, que se andaban enamorando de mujeres imposiblemente
                  alejadas por la vida o por la muerte. Pero no cabía duda de la intención: el corte de pelo
                  a la Louise Brooks, la cara pambazeada como Machiko Kyo, el traje sastre veraniego,
                  azul pizarra y corte militar.
                  Angélica Rossetti había estudiado bien a Sara durante la cena que ofreció la semana
                  pasada en su casa de San Ángel llena de cuadros de Ricardo Martínez. Todo esto era
                  falso; lo único verdadero era el anillo de piedra clara en el dedo de Angélica, un
                  combate de alfileres luminosos en este atardecer de luces negras. Sólo la montura de la
                  piedra era distinta. Félix acarició el anillo  sin piedra que traía en su propio bolsillo.
                  Siguió de lejos a la pareja. Caminó junto al costado del tanquero y lo rozó con la mano.
                  La herida del machetazo sobre la pintura fresca estaba allí, flagrante. Félix, sin dejar de
                  mirar a los Rossetti, levantó el brazo en alto y Harding atendió la señal y avanzó hacia
                  la escalerilla del barco con tres policías del puerto. El marinero pecoso los miró desde el
                  escotillón, dejó caer la cuerda que tenía entre las manos y desapareció dentro del buque.
                  Harding y los policías subieron. Ese chato pecoso acabaría sin un gramo de mierda en el
                  cuerpo, se dijo Félix.
                  Angélica viajaba sólo con un nécessaire en la mano y subió con su marido a una
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