Page 72 - La Cabeza de la Hidra
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limousine Cadillac manejada por un chofer sudoroso bajo la gorra de lana gris. Félix
                  subió al Pinto y los siguió. Tomaron directamente hacia la supercarretera en dirección
                  de Houston.
                  La limousine se detuvo frente a la blanca elegancia del Hotel Warwick y los Rossetti
                  descendieron. Félix fue hasta el lote vecino a estacionarse. Caminó con la maleta en la
                  mano y entró a la suavidad refrigerada del hotel. Los Rossetti se estaban registrando.
                  Félix esperó hasta que el ayudante de la recepción los condujo a pie por el vestíbulo a la
                  izquierda de las boutiques de lujo. Significaba que iban a habitar una de las recámaras
                  de la media luna que daba sobre la piscina. El chofer sudoroso entregó las maletas de
                  Rossetti al portero, tenían las etiquetas del vuelo México-Houston amarradas aún; Félix
                  se acercó a la recepción. El empleado le dijo al botones que llevara las maletas del señor
                  Rossetti al número 6. Félix pidió una recámara ubicada frente a la piscina, le gustaba
                  nadar temprano.
                  —De noche también si gusta —le dijo en español el empleado chicano—. El swimming
                  pool está abierto hasta las doce de la noche. Hay facilidades para organizar parties en las
                  cabañas.
                  —¿Está libre el 8? —Félix apostó sobre la alternancia numérica de los cuartos de hotel.
                  El chicano le dijo que sí. El botones le llevó la maleta y abrió las ventanas para que el
                  huésped admirara la terraza privada de la habitación y la vista sobre la piscina. Salió
                  después de explicar el funcionamiento del termostato.
                  Félix se desvistió pero no se atrevió a darse la ducha que reclamaba su cuerpo pegajoso
                  como un caramelo chupado. Se mantuvo junto a la puerta comunicante con la habitación
                  número 6, tratando de escuchar. Sólo le llegaron pequeños ruidos de vasos, pisadas
                  sofocadas, cajones abiertos y cerrados y una vez la voz destemplada de Angélica, no,
                  ahora no, después de la forma como me recibiste y la respuesta inaudible de Rossetti.
                   Luego la puerta de la recámara contigua se abrió y cerró.  entreabrió la suya y miró al
                  pasillo. La figura alta y elegante de Mauricio Rossetti se alejaba. La duda paralizó a
                  Félix. Si Rossetti llevaba encima la piedra del anillo de Bernstein, no le sería a Félix
                  imposible recuperarla, pero sí más difícil. Fue hasta la cama y se puso rápidamente los
                  calzóncillos, dispuesto a seguir a Rossetti; después de todo, el secretario privado salía
                  del hotel y su mujer se quedaba. Al inclinarse, vio el reflejo en la ventana entreabierta
                  sobre la terraza.
                  Dos manos en la terraza vecina se agarraban con tensión al barrote de fierro pintado de
                  azul claro, inconscientes del juego de reflejos propiciado por la noche repentina. En el
                  dedo de una de esas manos estaba el anillo con la piedra clara y luminosa.
                  Esperó. Quizás Angélica se dormiría y bastaba salvar el bajo parapeto que separaba las
                  dos terrazas. La puerta de los Rossetti volvió a abrirse y cerrarse. Félix miró a Angélica
                  alejarse descalza y vestida con una bata blanca. Maldonado salió a la terraza después de
                  apagar las luces de la recámara, La señora Rossetti llegó al borde de la piscina, se quitó
                  la bata, apareció en bikini y se clavó en el agua. Félix tomó la bata blanca que colgaba
                  en el baño, metió la llave de la habitación en la bolsa y caminó de prisa hacia la piscina.
                  Angélica había salido de la piscina y subió al trampolín. Volvió a clavarse. Félix arrojó
                  la bata a un lado y se zambulló en dirección contraria a la de ella.
                  El agua era demasiado tibia y la piscina estaba iluminada con claraboyas de luz
                  sumergidas. Félix mantuvo los ojos abiertos  a pesar de la irritación del cloro; vio a
                  Angélica, lavada para siempre de la máscara de Sara Klein, nadar bajo el agua hacia él,
                  con los ojos cerrados y movimientos regulares de los brazos y los tobillos.
                  Félix giró apenas, la tomó del cuello y Angélica debió dar un grito de tiburón herido; el
                  agua quebrada como cristal los liberó y disparó hacia la superficie abrazados en una
                  figura de Laocoonte, aunque en este caso cada cual podía creer que el otro era la
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