Page 80 - La Cabeza de la Hidra
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pasara lo que pasara, lo prometiste, Trevor, los peligros lo ameritaban, eso nos dijiste.
                  —Tienes razón, Angélica.
                  Abrió un cajón, sacó un sobre gordo y se lo entregó a la señora Rossetti.
                  —Cuéntalos bien. Luego no quiero reclamaciones.
                  Angélica manoseó golosamente los billetes verdes, contando con los labios articulados
                  en silencio.
                  —Está bien, Trevor. Los negocios son los negocios.
                  —¿Y tu marido?
                  —Consigúele chamba en una pizzería —dijo Angélica y salió con toda su arrogancia
                  natural recuperada, siguiendo a Dolly.

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                  —Bien —respiró hondo Trevor—, ahora podemos hablar en serio.
                  —¿Y ése? —meneó la cabeza Félix en dirección de Rossetti.
                  —¿No se ha preguntado usted, Maldonado, quién es el culpable de todo? —suspiró
                  Trevor.
                  —Las culpas me parecen lo mejor repartido de este asunto —dijo sin humor Félix.
                  —No, no me entiende usted. Reúnalas todas, las mías y las suyas, las del Director
                  General, las  de Bernstein y  su criado  el tal Ayub, las de la señora que acaba de
                  abandonarnos. Son muchas culpas, ¿no es cierto?
                  Rossetti comenzó a levantarse, trémulo.
                  —No, Trevor, no...
                  —Lo sano, lo limpio es reunirlas en una sola cabeza. La estoy mirando. ¿Usted también
                  la mira?
                  —Me da igual —dijo Félix—. Pero hay una culpa que no le cargará usted a Rossetti.
                  Trevor tomó suavemente del hombro a Rossetti y lo obligó a reunirse de nuevo con el
                  sofá.
                  —¿Ah, sí? ¿Cuál?
                  —Angélica, Angélica —murmuró grotescamente Rossetti con la cara escondida entre
                  las manos.
                  —La muerte de Sara Klein —dijo Félix—. De eso me encargo yo.
                  —Concedido. Ahora escúcheme. Mire fuera de las ventanas. Houston no es ciudad
                  bonita. Es algo mejor: una ciudad poderosa. Mire ese rascacielos de vidrios azules. Es la
                  sede de la más grande empresa mundial de tecnología petrolera. Pertenece a los árabes y
                  les costó quinientos millones de dólares. Mire la enseña del Gulf Commerce Bank. El
                  ochenta por ciento de sus transacciones consiste en manejar petrodólares para sus
                  clientes árabes. ¿Vio los nombres de los bufetes legales en este edificio? Todos trabajan
                  para el dinero árabe. Le invito a darse una vuelta por todas y cada una de las compañías
                  que trabajan en este edificio. Están ocupadísimas en un solo propósito, participar en los
                  programas de desarrollo de los países árabes; se juegan doscientos mil millones de
                  dólares. Deja de tartamudear incoherencias, Rossetti. Debería interesarte lo que estoy
                  contando.
                  —Angélica... —dijo otra vez Rossetti.
                  —Ya te reunirás con ella. Espera. Antes vas a justificar el dinero que le entregué. La
                  mitad de todas las transacciones comerciales  entre el sector privado americano y el
                  mundo árabe se realizan en Houston: cuatro mil millones de dólares anuales. De aquí
                  salen las tuberías, las plantas de gas líquido, la tecnología petroquímica, el know-how
                  agrícola y hasta los profesores universitarios para el mundo árabe. Una sola firma de
                  arquitectos texanos ha concluido contratos por seis mil millones de dólares de
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