Page 83 - La Cabeza de la Hidra
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—Guárdese sus discursos patrióticos, Maldonado. México no puede sentarse
eternamente sobre la reserva petrolera más formidable del hemisferio, un verdadero lago
de oro negro que va del golfo de California al mar Caribe. Sólo queremos que se
beneficie de ella. Por las buenas, de preferencia. Todo esto puede hacerse normalmente,
sin tocar la sacrosanta nacionalización del presidente Cárdenas. Se puede des-
nacionalizar guardando las apariencias, pardiez.
—A la Virgen de Guadalupe no le va a caer en gracia que usen su nombre para este
saínete —bromeó Félix.
—No sean tercos, Maldonado. Lo que se juega es mucho más grande que su pobre país
corrupto, ahogado por la miseria, el desempleo, la inflación y la ineptitud. Vuelva a
mirar hacia afuera. Se lo exijo. Esto fue de ustedes. No les sirvió de nada. Mire en lo
que se ha convertido sin ustedes.
—Ya van dos veces que escucho la misma canción. Me empieza a fastidiar.
—Entiéndame claro y repítaselo a sus jefes. Los planes de contingencia del Occidente
requieren información precisa sobre la extensión, naturaleza y ubicación de las reservas
de petróleo mexicanas. Es indispensable preverlo todo.
—¿Esa es la información que mandaba Bernstein desde Coatzalcoalcos?
Quizá Trevor no iba a responder. En todo caso, no tuvo tiempo de hacerlo. Dolly entró
con su carita de gata alterada como si una jauría de bulldogs se le hubieran aparecido en
el tejado.
—Oh God, Mr. Mann, a terrible thing, Mr. Mann, a horrible accident, look out the
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window.
49. Oh, Mr. Mann, una cosa terrible, Mr. Mann, un horrible accidente, asómese por la
ventana...
Félix no tuvo tiempo de consultar las miradas que se cruzaron Trevor/Mann y Rossetti;
Dolly abrió la ventana y el aire acondicionado salió huyendo como las palabras momen-
táneamente congeladas del agente doble; los tres hombres y la mujer lloriqueante se
asomaron al aire pegajoso de Houston y Dolly indicó hacia abajo con un dedo de uña
medio despintada.
Un enjambre de moscas humanas se reunía en la calle alrededor del cuerpo postrado
como un títere de yeso roto. Varios autos de la policía estaban estacionados con sirenas
ululantes y una ambulancia se abría paso en la esquina de la Avenida San Jacinto.
Trevor/Mann cerró velozmente la ventana y le dijo a Dolly con acento nasal de
medioeste americano:
—Call the copper, stupid. l'm holding tbe dago for the premeditated murder of his
5o
wife.
50. Diles a los policías que suban, estúpida. Estoy deteniendo al italiano por el asesinato
premeditado de su esposa.
Mauricio Rossetti abrió la boca pero no pudo emitir sonido alguno. Además,
Trevor/Mann le apuntaba directamente al pecho con una automática. Era un gesto
innecesario. Rossetti se derrumbó de nuevo sobre el sofá llorando como un niño.
Trevor/Mann ni siquiera lo miró. Pero no soltó la pistola. Se veía fea en la mano de piel
de lagartija.
—Consuélate, Rossetti. Las autoridades mexicanas pedirán tu extradición y les será
concedida. En México no hay pena de muerte y la ley es comprensivamente benigna
con los uxoricidas. Y no hablarás, Rossetti, porque prefieres pasar por asesino que por

