Page 84 - La Cabeza de la Hidra
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traidor. Medita esto mientras gozas de los lujos de la cárcel de Lecumberri. Y piensa
                  también que te libraste de una temible arpía.
                  Apuntó hacia Félix Maldonado.
                  —Puede usted retirarse, señor Maldonado. No me guarde rencor. Después de todo, este
                  round lo ganó usted. El anillo está en su poder. Le repito: no le servirá de nada. Váyase
                  tranquilo y piense que Rossetti sustrajo toda la información poco a poco, parcialmente
                  de las oficinas del Director General, parcialmente de Minatitlán y otros centros de
                  operación de Pemex y se la entregó en bruto a Bernstein. Fue su maestro quien la
                  ordenó y convirtió en mensajes cibernéticos coherentes. —No se preocupe; Rossetti
                  prefiere cargar con la muerta de su domicilio conyugal que con los muertos de sus in-
                  discreciones políticas. En cambio, la infortunada señora Angélica, reunida con sus
                  homónimos, ya no podrá soltar la lengua, como solía hacerlo.
                  —Y yo, ¿no teme que yo hable? —dijo Félix con la sangre vencida.
                  Trevor/Mann rió y dijo con su acento británico recuperado:
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                  —By gad, sir, don't push your luck too far.  Precisamente, lo que deseo es que hable,
                  que lo cuente todo, que transmita nuestras advertencias a quienes emplean sus servicios.
                  Permita que le demuestre mi buena fe. ¿Quiere averiguar quién mató a Sara Klein?

                  51.   Pardiez, caballero, no abuse de su buena suerte.

                  Félix no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, humillado por la suficiencia del
                  hombre con rasgos de senador romano, mechón displicente e interjecciones anacrónicas.
                  Sintió que con sólo mencionarla, Trevor/Mann manoseaba verbalmente a Sara como la
                  manoseó físicamente Simón Ayub en la funeraria.
                  —Busque a la monja.
                  Miró a Félix con un velo de cenizas sobre los ojos grises.
                  —Y otra cosa, señor Maldonado. No intente  regresar aquí con malas intenciones.
                  Dentro de unas horas, Wonderland Enterprises habrá desaparecido. No quedará rastro ni
                  de esta oficina, ni de Dolly ni de su  servidor, como dicen ustedes con su curiosa
                  cortesía. Buenas tardes, señor Maldonado. O para citar a su autor preferido, recuerde
                  cuando piense en los Rossetti que la ambición debe ser fabricada de tela más resistente
                  y cuando piense en mí que todos somos hombres honorables. Abur.
                  Hizo una ligera reverencia en dirección de Félix Maldonado.
                  Manejó nuevamente hasta Galveston perseguido por el ángel negro del presentimiento
                  pero también para alejarse lo más posible de la horrible muerte de Angélica. Le
                  aseguraron en las oficinas del puerto que el Emmita atracaría puntualmente en
                  Coatzacoalcos a las cinco de la mañana del jueves 19 de agosto; el capitán H. L.
                  Harding era cronométrico en sus salidas y llegadas. Félix se dio una vuelta por la casita
                  de maderos grises junto a las olas aceitosas y cansadas del Golfo. La puerta estaba
                  abierta. Entró y olió el tabaco, la cerveza chata, los restos de jamón en el basurero.
                  Resistió el deseo de pasar allí la noche, lejos de Houston, Trevor/Mann y los cadáveres,
                  uno inerte y el otro ambulante, de los Rossetti. Temió que su ausencia del Hotel
                  Warwick motivara sospechas y regresó a Houston pasada la medianoche.
                  Por las mismas razones, decidió pasar todo el día del miércoles en el Warwick. Compró
                  el boleto de regreso a México para el jueves en la tarde, cuando el Emmita ya hubiese
                  llegado a Coatzacoalcos y la parejita de jóvenes, Rosita y Emiliano, hubiesen recibido el
                  anillo de manos de Harding. Tomó una cabaña de la piscina, se asoleó, nadó y comió un
                  club-sandwich con café. Nadó muchas veces  para lavarse del recuerdo de Angélica,
                  nadó debajo del agua con los ojos abiertos, temeroso de encontrar el cadáver roto de la
                  señora Rossetti en el fondo de la piscina.
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