Page 81 - La Cabeza de la Hidra
P. 81

exportaciones anuales de los Estados Unidos a los países árabes.
                  Trevor cruzó los brazos detrás de la espalda impecablemente trajeada y contempló la
                  fisonomía de Houston bajo el cielo nuevamente encapotado, sucio, caluroso, como si
                  observase un campo de hongos de cemento alimentados por una lluvia negra.
                  —Aquí mismo, donde estamos parados, este edificio, es propiedad de los saudís. ¿No le
                  aburro con mis estadísticas? —volteó con su sonrisa tiesa dirigida a Félix.
                  —Si quiere impresionarme con su audacia, acepto que lo está logrando —dijo Félix.
                  —¿Audacia? —inquirió sarcásticamente Trevor.
                  —Ya lo dijo usted —contestó Maldonado—. Los verdaderos secretos son los que no se
                  esconden. Houston es el sitio ideal para un agente secreto de los árabes.
                  Trevor y Rossetti rieron juntos. Los dos miraron a Félix como una pareja de lobos mira
                  a un cordero.
                  —Dile la verdad, Rossetti —ordenó Trevor más parecido que nunca a un senador
                  romano.
                  —Bernstein me pidió que le entregara el anillo a Trevor —dijo Rossetti cada vez más
                  seguro de sí mismo—. Mann no existe. Fue una treta convenida.
                  —Madame Rosseti se ganó en buena ley su fajo de dólares —sonrió Trevor—. El anillo,
                  pues, no va rumbo al mítico Mr. Mann en Nueva York.
                  —Cómo se aprenden cosas —dijo Félix con voz amodorrada pero con un relojito
                  interno cada vez más acelerado—. No sabía que el País de las Maravillas tenía su capital
                  en Jerusalén.
                  —Presto mis servicios profesionales —dijo con voz de terciopelo Trevor.
                  —¿Al mejor postor?
                  Trevor extendió los brazos con un gesto expansivo, raro en él, como si quisiera abarcar
                  este despacho, el edificio, la ciudad de Houston entera.
                  —No hay misterio. En esta ocasión y en este lugar, represento intereses árabes.
                  —Pero Bernstein le envió el anillo.
                  —No recrimine a su antiguo profesor. Me ha conocido como agente israelita y me hizo
                  destinatario del anillo con toda buena fe. No sabe que practico las virtudes de la simul-
                  taneidad de alianzas. ¿Podría usted distinguir a Tweedledum de Tweedledee?
                  —Bastaría aplastar a uno para que el otro se quebrara como Humpty Dumpty.
                  —Sólo que en esta ocasión los hombres del rey se encargarían de juntar los pedazos y
                  reconstituirme. Le soy demasiado valioso a ambas partes. No intente romper el huevo,
                  Maldonado, o será usted el que termine como omelette. Recuerde que, si yo lo quisiera,
                  usted no saldría vivo de aquí —dijo Trevor moviéndose como un gato sobre la gruesa
                  alfombra del despacho.
                  —Usted no me puede matar —dijo Félix.
                  —Córcholis. ¿Será usted inmortal, mi querida liebre?
                  —No. Ya estoy muerto y enterrado. Visite un  día el Panteón Jardín en México y lo
                  confirmará.
                  —¿Se da cuenta de que me propone la situación ideal para matarlo sin dejar trazas?
                  Nadie buscará a un muerto que ya está muerto.
                  —Y nadie encontrará, si yo muero, el anillo de Bernstein.
                  —¿Cree usted? —dijo el inglés con una cara más inocente que la de una heroína de
                  Dickens—. Basta reconstruir peldaño por peldaño la escalera que con tanta imprudencia
                  ustéd ha derrumbado. Los actores son perfectamente sustituibles Sobre todo los
                  muertos.
                  Félix no podía controlar su sangre acelerada, enemiga invisible del rostro rígido.
                  Agradeció las cicatrices que facilitaban el trabajo inmóvil de la máscara. No había
                  tocado a Trevor. Ahora el inglés le palmeó cariñosamente la mano y Félix reconoció la
   76   77   78   79   80   81   82   83   84   85   86