Page 86 - La Cabeza de la Hidra
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—But tell us, do you hear whether we have had any loss at sea or not?
—Ships are but boards, sailors are but men; there be land-rats and water-rats, land-
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thieves, and water-thieves.
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—What tell'st tou me of robbing?
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The boy gives warning. He is a saucy boy. Go to, go to. He is in Venice.
52. Pero, dinos, ¿has oído si hemos perdido algo en el mar o no? Mercader de Venecia,
iii, 1, 45.
53. Los barcos no son sino maderos, y los marineros sino hombres; existen ratas de
tierra y ratas de mar, ladrones de tierra y ladrones de mar. Mercader de Venecia, i, 3, 21.
54. ¿Qué me cuentas de un robo? Otelo, i, 1, 105.
55. El muchacho da advertencia. Romeo y Julieta, v, 2, 18.
56. Es un muchacho impertinente. Búscalo, búscalo. Romeo y Julieta, i, 5, 87.
57. Está en Venecia. Otelo, i, 1, 106.
Colgué. Registré con inquietud una reticencia impaciente en la voz de Félix. Tuve la
sensación de que me ocultaba algo. Temí; nuestra organización era demasiado joven,
probaba sus primeras armas y nadie, ni siquiera yo, podía ufanarse de tener el pellejo
curtido de nuestros homólogos soviéticos, europeos o norteamericanos. La maldita
realidad intersubjetiva se nos colaba, irracional, por el frío cedazo de unos medios que
en estos menesteres debían ser idénticos a los fines. La regla de oro del espionaje es que
los medios justifican los fines. No me imaginaba a la larga lista de nuestros émulos, de
Fouché a Ashenden, perturbados por las filtraciones sentimentales de su vida personal;
se las sacudirían como mosquitos. Pero, claro está, ningún espía mexicano entraría
jamás del frío; la sugestión, tropicalmente, era ridicula y más bien imaginé a mi pobre
amigo Félix Maldonado buscando un frigorífico al cual meterse en Galveston o
Coatzacoalcos.
Encendí una pipa y abrí, nada azarosamente, mi edición Oxford de las obras completas
de Shakespeare en la escena del camposanto en Hamlet. Me dije, al reiniciar la lectura,
que no hacía sino eso: recomenzarla donde la dejé cuando Félix me llamó. Laertes le
dice al eclesiástico que deposite a Ofelia en la tierra y que de esa carne dulce e
inmaculada las violetas brotarán. El sacerdote se niega a cantar el requiem para una
suicida; el alma de Ofelia no ha partido en paz. Laertes increpa al ministro de Dios;
ángel dispensador será Ofelia, le dice, cuando tú yazcas aullando. Esta espantosa mal-
dición es seguida del acto igualmente terrible de Laertes. Pide a la tierra, la de la tumba
pero también la del mundo, que se detenga mientras abraza una vez más el cadáver de
su hermana. Se arroja dentro de la tumba, sobre el cuerpo de Ofelia. Hamlet, a pesar de
su emoción, mira todo esto con una extraña pasividad, la repetida pasividad de este
actor que es observador siempre distante de su propia tragedia. Todo el Renacimiento
está en esta escena. El mundo y los hombres han descubierto una energía excedente que
arrojan como un desafío a la cara del cielo; han descubierto, al mismo tiempo, su
pequeñez en el cosmos gigantesco, aún más reducida que la que el plan providencial les
auguraba. Sólo una ironía distante como la de Hamlet restablece el equilibrio; los demás
lo juzgan loco.
Miré las volutas de humo que ascendían hacia el techo de mi biblioteca. No pude
imaginar a Angélica, a pesar de su nombre, dispensando los favores del cielo a los
hombres. Pero ¿cuál de las mujeres de esta historia cuyos hilos llegaban rotos a mis
manos merecería los dones de la divinidad? ¿Cuál, Sara, Mary, Ruth, judías las tres,
miraría cara a cara al Señor Nuestro Dios? Si Angélica no era Ofelia, ¿una de ellas sería
nuestra Ariadne? Si yo era un Laertes poco glorioso, ¿sabría mi amigo Maldonado ser

