Page 87 - La Cabeza de la Hidra
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un Hamlet con método en su locura o acabaría perdido en el laberinto de los Minotauros
                  modernos?
                  Fue uno de esos momentos, seguramente más de los que pude imaginar entonces, en que
                  Félix y yo nos telepateamos. Sara presente viva o muerta, misteriosa en la persistencia
                  de su actualidad, extrañamente cercana en  su ausencia; Ruth a la que no debíamos
                  asustar por teléfono, aunque sufriera un poquito más, explicarle las cosas al final,
                  tranquilamente, hasta donde era posible; y Mary, ¿por qué no pensábamos nunca en
                  ella?
                  Temí caer en el lugar común de la novela policial, cherchez la femme. Cerré el libro y
                  los ojos. No quedaba mucho tiempo. Recordé a mi hermana Angélica.

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                  Su otro impulso, en cambio, Félix no lo frenó. Marcó el número de Mary Benjamín y la
                  criada le contestó, voy a ver si la señora no está merendando, ¿de parte de quién?
                  A Mary sí podía asustarla:
                  —Félix Maldonado.
                  Mary estaba escuchando por la extensión; apenas un ligero click anunció el cambio de
                  línea y en seguida la voz de Mary, irritada:
                  —No me gustan las bromas pesadas, señor, sea usted quien sea.
                  —No cuelgues —dijo Félix con una inflexión cariñosa que Mary recordaría—. Soy yo.
                  —Le repito... —la voz de Mary sostuvo la irritación, pero la tiñeron un poco de duda y
                  otro de miedo.
                  Félix rió:
                  —Es la primera vez que te oigo miedosilla.
                  —Siempre hay una primera vez —trató  de recomponerse Mary—. Bueno, ya estuvo
                  suave de humor negro, ¿no?
                  —Compruébalo.
                  —Todavía no inventan el teléfono televisivo, imbécil.
                  —Suites Genova. Apartamento 301. Once y cuarto de la noche. No faltes. La última vez
                  me dejaste plantado.
                  Félix, colgó. La Zona Rosa abunda en restoranes italianos. La Ostería Romana y
                  Alfredo, frente a frente en el pasaje entre Londres, Hamburgo y Genova. Eran nombres
                  demasiado romanos y el Focolare en Hamburgo demasiado genérico. Bajó a la calle y
                  caminó hacia la esquina de Genova y Estrasburgo. Dice que pensó en mí mientras se
                  dirigía al restorán La Góndola. Era la primera vez que conscientemente traicionaba mis
                  instrucciones. Necesitaba a una hembra, le había corrido demasiada adrenalina por el
                  cuerpo en los últimos días, no había tomado a una mujer desde que Licha se le entregó
                  en el hospital, iba a exponerse, pero quería acostarse esa noche con Mary Benjamín,
                  después de diez años sin tocarla, necesitaba una mujer, exactamente una mujer como
                  Mary, una fiera cachonda, y si lo consultaba conmigo le hubiera dicho, exprimiéndome
                  el coco para dar con una cita de Memo Sacudelanzas, que se buscara una call-girl en los
                  hoteles de la Zona Rosa. Pero los motivos de Félix eran otros.
                  Había poca gente en La Góndola esa noche, pero olía fuerte a tomate, ajo y basílico.
                  Emiliano y Rosita estaban sentados frente a frente, agarrados de las manos con los
                  codos sobre el mantel de cuadritos rojiblancos. Félix se sentó al lado del muchacho
                  impertinente que le traía una advertencia, frente a la muchacha con cabecita de borrego
                  negro. Ya no hacían falta preámbulos y las caras de la pareja de jóvenes no intentaban
                  ocultar la inquietud.
                  —¿Les entregó Harding el anillo?
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