Page 88 - La Cabeza de la Hidra
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Ambos negaron con la cabeza.
                  —¿Qué pasó? —dijo Félix con impaciencia, Mary le hervía en la sangre, traía a Mary
                  amarrada entre las piernas, hecha un nudo allí—, ¿se les olvidó La tempestad?
                  —No hubo tiempo —dijo Emiliano soltando la mano de Rosita—. El viejo está muerto.
                  —Lo asesinaron, Emiliano, dile —dijo Rosita sin atreverse a mirar a Félix, jugueteando
                  con los palillos de dientes.
                  —¿Cuándo? —preguntó Félix, paralizado dentro del triángulo del estupor, la
                  impaciencia y la incredulidad.
                  —Después de que el tanquero atracó, hoy mismo en la mañana —dijo Emiliano, y
                  colaboró con Rosita en la construcción de un castillito de palillos.
                  —¿Cómo?
                  —De un machetazo en la nuca.
                  —¿Dónde?
                  —Estaba en su cabina, preparándose para bajar al puerto.
                  —¿Y el anillo? —preguntó con desgana Félix, temeroso de alzar la voz en el restorán.
                  —No estaba.
                  —¿Por qué lo dices con tanta seguridad, chavo? ¿Te dejaron esculcar al viejo, te metiste
                  en su cabina?
                  —Oyes, Feliciano —interrumpió Rosita—, estamos del mismo lado, ¿quihubo pues?
                  Félix creyó que bastaba inclinar un  poco la cabeza para excusarse y Emiliano
                  continuó—: la onda nos pareció muy gacha y nos comunicamos con el jefe. A la media
                  hora la poli subió al Emmita y ellos lo esculcaron todo. Del anillo ni el olor, mano.
                  —Cuéntale, Emiliano, cuéntale de la muchacha.
                  —El segundo de a bordo creyó que los cuícos  buscaban otra cosa. Dijo que el capi
                  Harding tenía siempre un medallón de plata muy viejo colgando encima de su litera, con
                  una foto muy desteñida de una muchacha y firmada Emmita. Dijo que era increíble que
                  por tan poca cosa se escabecharan el viejo, aunque a veces en el mar había cuentos de
                  venganzas más largas que un chorizo que seguían hasta la vejez, eso dijo.
                  —El medallón sólo tenía valor para él —dijo sin aliento Rosita con la boca tapada por la
                  servilleta—, ya no estaba, había una mancha redonda donde había estado.
                  —Los tecolotes dieron luego luego con el ratero. Lo encontraron como a las seis de la
                  mañana bien pedo, en una de esas cantinas del puerto que nunca cierran, con harta lana
                  y ¡el medallón colgándole sobre el pecho.
                  —Ya no tenía la foto, la tiró el muy desgraciado —gimoteó Rosita—. Le andaba
                  ofreciendo a una fichadora que si se acostaba con él sería su novia y le pondría su foto
                  en el medallón.
                  —Lo entambaron y lo registraron, pero no le encontraron el anillo. Dijo que se había
                  encontrado el medallón tirado en el muelle, que él nunca había subido al Emmita. Pero
                  el contratador de la compañía dijo que ese día el cambujo se había enganchado como
                  estibador a destajo y como faltaban brazos...
                  —¿El cambujo? —interrumpió Félix.
                  Emiliano asintió.
                  —Normalmente chambea de mozo en el hotel Tropicana. La verdad, le hace de todo,
                  hasta de destazador de reses en el mercado. Allí lo sobrenombran «el machetes».
                  El muchacho impertinente miró a Félix con aire orgulloso, como de estudiante que ha
                  pasado con éxito los exámenes:
                  —El profesor Bernstein salió con todo y chivas del hotel media hora después de que
                  atracó el Emmita.
                  —El mar tiene tristezas —murmuró Félix, retiró un palillo y la construcción raquítica se
                  vino abajo sobre el mantel.
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